Habían pasado casi dos minutos y Evan seguía parado cerca de la puerta del cuarto de baño. Estaba en un ángulo donde Samantha no podía verlo a través del espejo.
Le veía maquillarse con gran agilidad sin cometer errores en los trazos. Recogió su cabello, que le llegaba hasta los hombros, con una trenza que tejió en dos segundos escondiendo en el interior de ésta la goma elástica. Creando un moño sofisticado muy elaborado. El flequillo que caía a un lado de su rostro lo hizo atrás para sujetarlo con un pasador negro escondiéndolo entre el resto de cabello.
Evan estaba acostumbrado a ver a las mujeres arregladas con tal pulcritud y lujos que se atrevía a pensar que no eran reales. Que toda aquella belleza deslumbrante era gracias a las marcas reconocidas de maquillaje y el tiempo que invertirán con sus estilistas. En ese aspecto era bastante realista.
Pero nunca había puesto especial atención a ver aquel proceso. Y nunca imaginó que al hacerlo sería en una chica de clase social mucho más baja que él, usando productos de marcas de supermercados y en que terminaría fascinado con lo que vería.
Se aclaró la garganta antes de asomarse por la puerta.
—El desayuno está listo señorita.
—Vaya. ¿Ahora tengo mayordomo? — dijo con una risita.
—Pues...
—No pareces mayordomo — dijo acomodando el cuello de su camisa —. Los mayordomos son hombres viejos y calvos. — Observó con atención sus ojos. Eran de un azul intenso, resaltaban aunque se vieran a distancia.
—Entonces seré la excepción. Seré el mayordomo guapo y bien vestido. — Samantha puso los ojos en blanco y sonrió —. Deberías sentirte afortunada de que alguien como yo sea quien te cuide y sea tu guardián.
—Quien te cuide — repitió incrédula y negando con la cabeza —. ¿A eso te dedicas? ¿A rescatar a damiselas en apuros y convertirte en sus hadas madrinas? — habló mirando el desayuno sobre la mesa del comedor.
—¿Te consideras una damisela en apuros?
—¿Y a ti, te leían muchos cuentos de hadas cuando eras niño?
—Solo te diré que soy el príncipe, no el hada madrina.
—Supongo que has de tener muchas princesas. — Se burló sentándose a la mesa.
—No te negaré eso ¿Que te parece?
—¿Tu ego? Es más alto que tú.
—El desayuno Samantha — dijo con fastidio.
—M... — Encogiéndose de hombros —. No está mal.
—¿No está mal? ¿Es todo lo que vas a decir?
—Pues si. Ah y que has traído muy poco ¿Ensalada de frutas y jugo de naranja? ¿Quien sobrevive con eso en el desayuno? ¿Donde está el tocino, los panqueques, el café con leche, los waffle tostaditos, un rico croissant de jamón y queso o un omelette? — decía con ilusión.
Evan pinchó molesto el trozo de papaya con su tenedor.
—Alguien que se preocupa por su salud y cuida su figura, es responsable ante la ingesta de calorías en cada comida — refutó masticando el trozo de fruta.
—¿Y quiénes serán esas? Ah si, tus princesas de fantasía que solo pasan en sus castillos y fiestas. O en el gimnasio obsesionadas con las dietas y no pasar de talla 2.
Evan no respondió a aquello. No se le ocurrió una respuesta inteligente para aquel razonamiento.
Solo se sentía molesto por la actitud de Samantha ante un gesto de caballerosidad y caridad. No era su obligación, solo era una buena acción caritativa hacia los menos afortunados. Así había sido educado. Vivir con sus lujos pero estar dispuesto a dar la mano a quien lo merecía. Y ella demostraba que no merecía su bondad.
Entonces cayó en cuenta que desde anoche había sido demasiado condescendiente con ella. Comenzando desde el accidente en el restaurante.
Fué amable con ella al darle las gracias cuando sirvió su plato, estuvo dispuesto a ayudarle cuando supo que se había herido, la había traído hasta su apartamento, buscó sus llaves en la oscuridad para recogerlas de un charco sucio, se quedó con ella toda la noche respetando su privacidad y ahora le había dado un desayuno nutritivo y de calidad.
Pero todas aquellas acciones ocurrieron por que él insistió en hacerlo. De lo contrario no tendría un par de heridas en sus dedos, no se hubiera mojado bajo la lluvia su carísimo traje hecho en el extranjero, no hubiera necesitado cambiar su auto de uso diario por la humedad en los asientos y la alfombra. Tampoco se merecía sus enfados y reproches, ni que lo llamara "Mayordomo" y para nada merecía aquel rechazo a su desayuno.
Entonces ¿Por qué seguía ahí?
—Creí que en las mañanas se te quitaba lo ogra — dijo después de un buen rato de verla comer y leer algo en el periódico.
—¿Y a tí? ¿A qué horas se te quita lo de ser príncipe? Es molesto.
—Sabes qué. No tengo por que aguantar esto. Alguien como yo puede darse muchos lujos pero no el perder el tiempo con una mujer tan desagradecida.
—Oh cierto. Lo olvidé — comenzó en claro tono irónico —. Gracias por traerme a casa anoche, por recoger mis llaves, por quemar mi bordado hecho a mano de hace quince años. ¡¿Como rayos se te ocurre dejar la secadora ahí?!
—¡¿Cómo puedes vivir en un lugar sin lavadora ni secadora?! En ésta... Ésta pocilga.
—¡Oh disculpe real majestad! Pero por si no te has dado cuenta, éste no es un hotel cinco estrellas ni un hostal. Y yo no soy la que va a estar aguantando tus berrinches.
—Sabes qué, es cierto. Toma esto como mi última muestra de caballerosidad a una pobre y desvalida vecina. — Sacó su billetera y un billete de cien dólares para ponerlo en la mesa mientras tomaba su saco.
—¿Pero qué...?
—No me lo agradezcas. — Se adelantó al ver su expresión —. Cómo te dije. Soy un caballero. No te ilusiones solo es la buena obra...
—¿Cómo te atreves?
—Vamos Sam. Sabes que necesitas el dinero — dijo poniéndose el saco encaminándose a la puerta —. Y para mí eso no es ningún problema, por supuesto.
—No necesito tu dinero Evan. No lo quiero — dijo extendiendo el billete de nuevo hacia él.
—Por favor. Un día me lo agradecerás— hablaba con aire de superioridad.