Prólogo segunda parte
Todo el bosque estaba sumido bajo un silencio absoluto
que la mujer pelirroja podía escuchar el latir de su corazón acelerado.
Desesperada, escudriñó cada rincón del claro dónde se hallaba sin dar con lo que
se escondía en las sombras.
De repente, hubo ráfagas furiosas que alteró los arbustos alzando gravilla por
doquier. La mujer se quedó helada: una enorme serpiente con aspecto de dragón
descendía del oscuro cielo; tenía escamas negras y grises, dos largas alas que se
asemejaban al de los murciélagos y cuatro robustas patas.
Aquello que tanto había procurado evitar, al fin, se encontraba a menos de doce
metros de distancia. La joven retrocedió unos pasos. No había escapatoria, ni nadie
vendría a salvarla. Estaba completamente sola. ¿Acaso sería su final?
La criatura tocó el suelo firme, entorno sus enormes ojos color avellana, mostró
los afilados dientes y un humo pálido empezó a emanar del fondo de su garganta,
pronto, aquello se convirtió en un abrazador fuego azul relámpago. Su indefensa
víctima gritó aterrada y apenas logró zafarse hacia la derecha antes que le impacte
ésa llamarada. Entonces, sin mirar atrás empezó a correr a trompicones en tal
dirección, pero su trayecto le fue cortado por una barrera de fuego azulado, tan largo
y ardiente que no podía bordearlo; sus esperanzas de huir se había esfumado.
Escuchó cómo lentamente el gruñido de la bestia alada se aproximaba. La mujer
volteó y dos lágrimas caliente surcaron su pálido rostro al pensar de que ya no
tendría la mínima oportunidad de volver a ver a su hija; cerró sus ojos para
recordarla por última vez bajo la protección del líder del Dragón, y dibujó una sonrisa
triste.
Cuándo aquel animal se disponía atacar una bruma gris se interpuso entre
ambos refulgiendo cómo un implacable rayo blanco y luego desapareció. Al cabo la
densa oscuridad regresó, sin embargo, aquella mujer no se encontraba por ningún
lado. El Falkor Errol emitió un rugido encolerizado que resonó en todo el claro. Algo
o alguien la había llevado lejos de sus garras.
𝕯𝖔𝖘 𝖉𝖎𝖆𝖘 𝖉𝖊𝖘𝖕𝖚𝖘….
La noche era húmeda y ventosa, dos niños caminaban alegres por la plaza del
condado de Burford, y los escaparates de las tiendas, cubiertos de araña de papel,
exhibían toda la parafernalia decorativa con que los comerciantes reproducían un
mundo de fantasía. Y una figura negra se deslizaba con esa sensación de
determinación , poder y sigilo que siempre experimentaba en tales ocasiones. Había
esperado mucho ese momento, obtener una rara esencia…
—¡Excelente disfraz, señor! —dijo un niño parado frente a la fuente.
El aludido le dirigió una mirada fría y cortante. La sonrisa del pequeño flaqueó
cuando se acercó lo suficiente para fisgar bajo la capucha de la capa, algo
ensombreció su rostro y huyó. El sujeto acomodó su túnica… Un solo movimiento
suyo y ése niño nunca llegaría a los brazos de su madre. Pero no hacía falta, no
hacía ninguna falta…
Siguió por otra calle más oscura, y por fin vislumbro su destino; el encantamiento
Fidelio estaba roto, aunque ellos todavía no lo supieran…
Haciendo menos ruido que las hojas secas que se arrastraban por la acera, avanzó.
Cuando llegó a la altura del oscuro seto miró por encima de éste…
No habían corrido las cortinas, así que los vio claramente en su salón: él —alto,
caucásico y cabello cobrizo— hacía mover con su mano algunas runas flotantes
para asegurarse si estaban mal dibujadas.
Se abrió una puerta y entró una mujer de semblante nostálgico; dijo algo que él
sujeto n
o pudo oír, pues la larga cabellera roja le tapaba la cara. Entonces el
mencionado difuminó los caracteres…
Aquél intruso caminó hasta estar frente a la puerta principal, pero no lo oyeron.
Sacó su mano fuera del bolsillo de la capa, y con los dedos en forma de garra hizo
que la puerta se derrumbara sin siquiera tocarlo.
Ya había traspuesto el umbral cuando el de pelo cobrizo, Lixeth Slayer, llegó
corriendo al vestíbulo.
—¡Coge vuestras pertenencias y vete, Azhyden! ¡Es él! ¡Corre, vete! ¡Yo lo
detendré! —gritó
«¡Contenerlo!. —pensó con ironía el intruso— Esto será fácil, demasiado fácil…»
Rió antes de lanzar la maldición.
—Avicaris Kedavra
La luz verde inundó el estrecho vestíbulo, reverbero en los balaustres como si fueran
fluorescente, y Lixeth Slayer se desplomó como una marioneta a la que le han
cortado los hilos.
Azhyden ahogó un grito, había presenciado aquella sombría escena desde el
segundo piso; horrorizada se marchó de inmediato. El encapuchado subió la escalera, escuchando con cierto regocijo los ruidos que la mujer hacía mientras intentaba
atrincherarse. Al parecer, no disponía de más protección mágica…
Qué ingenua era y qué confiada; pensar que podía dejar su seguridad en manos de
los Aurores.
Apartó con único movimiento de su palma derecha la puerta y las cajas que
Azhyden había amontonado apresuradamente… Y allí la encontró. Al verlo, ella
alzó un sobre del escritorio que tenía atrás.
—¿Dónde está? ¿Dime a qué sitio la enviaste?
Azhyden guardó silencio ante la interrogante, aunque eso supiera correr algún riesgo. Por lo que el intruso, observó detenidamente ése sobre que sostenía…. Y reconoció el famoso emblema hecho en la cera escarlata. Era el típico
medio de comunicación que utilizaba aquella Institución que tanto odiaba. Sin duda,
ahí estaría escrito la ubicación.
—Sólo dame la carta y me iré.
Azhyden ocultó el sobre, como si apartándolo de su vista fuera a conseguir que se
desvanezca.
—¡No! ¡No, por favor! ¡No a ella! —suplicó
—Entrégamelo, necia. Entrégamelo ahora mismo…
—¡Prydwen no! ¡Por favor, máteme a mí, pero a ella no la arrastre al
Cydraryn!
—Te lo advierto por última vez…
—¡Por favor… tenga piedad… tenga piedad! ¡Prydwen no! ¡Se lo ruego, haré
lo que sea!
—¡Avicaris Kedavra!
La luz verde destelló en la habitación y Azhyden se desplomó igual que el Auror.
Con lentitud, Él avanzó para coger lo que ansiaba de la mano del inerte cuerpo. No obstante, el frágil sobre reveló un fuerte campo de fuerza, obligándole a retroceder. Mientras, se proponía deshacer la formación mágica; inesperadamente, aquellas hondas cesó y ése sobre se redujo a cenizas. «Maldito truco. —Espetó— Pero, no por siempre estará oculta, la encontraré…»