Actualmente. Palermo, Italia.
Nara
El cálido aroma a café recién hecho me despertó de la breve siesta que había tomado sobre el escritorio. Mi rostro estaba aplastado contra pilas de papeles y mi espalda crujía por la incomodidad. Llevaba días sin dormir bien.
En mis sueños de niña ingenua jamás había imaginado que lidiaría con tantas responsabilidades. Solo quería viajar por el mundo y contar historias grandiosas a la sociedad. Perseguir la verdad y transmitir mis propias opiniones. En cambio, ahora trabajaba en una oficina aburrida con un jefe mediocre. No me malinterpreten, amaba mi profesión. Estudié comunicación social y me había graduado en el área de periodismo con excelentes notas académicas. Mis maestros solían decirme que tenía un gran futuro por delante.
Lamentablemente vivía en una constante decepción. Un título no te garantizaba un trabajo decente. Quería tomar un rumbo distinto y buscar nuevas aventuras. Excepto que no podía irme porque aquí tenía a la única familia que me quedaba. Mudarme significaba dejar atrás a mis nonnos y no me lo perdonaría.
―Café con crema y sin azúcar ―La voz de Thomas me instó a abrir los ojos―. Te ayudará a mantenerte despierta las siguientes tres horas.
Acepté la taza caliente y le dediqué una sonrisa agradecida. Olía delicioso. Thomas era uno de mis mejores amigos. Manteníamos una relación profesional y de confianza mutua que muchos envidiarían. Nos apoyábamos en todo. Él celebraba mis logros y yo los suyos. Lo había conocido hacía dos años cuando fui admitida en unas de las revistas más importantes de la ciudad. A veces notaba la forma que me miraba. Secretamente esperaba que nunca me dijera como se sentía. Eso arruinaría nuestra amistad y no quería perderlo.
―Eres el mejor―dije y bebí un sorbo.
Dejé la taza sobre el escritorio y busqué el pequeño espejo en mi bolso. Miré mi reflejo con una mueca. Mis ojos marrones lucían cansados y nublados. El labial rojo había manchado la comisura de mi boca y mi cabello era un desastre enredado. Tenía suerte de que el señor De Rosa no entrara a la oficina. Ese hombre no podía ver a una mujer desarreglada.
―¿Hay algo en lo que pueda ayudarte? ―preguntó Thomas―. Me preocupas, Nara.
Peiné mi cabello con los dedos y me apliqué una nueva capa de maquillaje para disimular la palidez de mi rostro. Debido a mi color de piel tenía una abundante cantidad de pecas en el puente de mi nariz. El señor de Rosa los odiaba. Según él era lo primero que muchas personas notaban cuando los entrevistaba y eran una distracción. Patético, ¿no? No entendía a mi jefe. Era un imbécil con aires de superioridad. Me sorprendía que hubiera durado tanto tiempo en este trabajo. Su carácter no era agradable y me hacía sentir inferior cuando algunas cosas no me salían bien. Aguantaba la humillación porque necesitaba el dinero. Era la mayor fuente de ingresos en mi hogar.
―Sigue trayéndome café todas las mañanas ―bostecé de nuevo―. Es más que suficiente.
Thomas sonrió y se recostó contra el escritorio.
―Puedo hacer cualquier cosa que me pidas, Nara. Estoy a tu completa disposición.
Ahí estaba de nuevo las insinuaciones y coqueteos. Lograba evadirlas con una sonrisa falsa o fingía que no había escuchado. Era egoísta de mi parte no dejarle claro mis sentimientos. No lo veía de esa forma. No me sentía atraída y dudaba que fuera posible algún día. Thomas era atractivo, inteligente y buena persona. Tenía el cuerpo ejercitado, cabello castaño, ojos verdes y una amable sonrisa, pero a mí no me generaba mariposas en el estómago, no aceleraba mi pulso y no me hacía sonrojar.
―Tu amistad es más que suficiente ―dije, esperando que captara el mensaje.
Justo así su sonrisa se esfumó dejando un rostro serio en su lugar. Siempre me había preguntado cómo sería su reacción cuando le dijera que nunca tendríamos el tipo de relación romántica que él esperaba. Me había cerrado al amor y por ahora no pretendía tener un novio pronto. ¿La razón?
Destrozaron mi corazón hacía unos meses. Fui lo suficientemente estúpida para enamorarme de un hombre casado. Yo no lo sabía, por supuesto. El bastardo se aseguró de ello y no pretendía decírmelo en un largo tiempo. Tuve que descubrirlo por mí misma. Sucedió una noche cuando fui al cine con mi nonno. Fue tan vergonzoso verlo con sus manos sobre ella, besándola mientras esperábamos en la fila para entrar en la sala. ¿Lo peor? No parecía culpable ni incómodo de que descubriera sus mentiras. De hecho, me presentó a su esposa como si fuera lo más normal del mundo y le dijo que era una vieja amiga de la universidad.
Quería responderle a la pobre mujer, contarle que su marido era un desgraciado que había jugado con ambas, pero todo lo que hice fue quedarme de pie con la boca abierta y asentir. Estaba conmocionada. Me hallaba llena de rabia, amargura, dolor... Y cuando se alejaron me quebré en los brazos de mi nonno en medio de un montón de desconocidos que me juzgaban. Fue una experiencia abrumadora y me había costado superarlo. Ahora era feliz siendo soltera por el bien de mi cordura.
―Nara, yo... ―La voz de Thomas me sacó de mis oscuros pensamientos, pero no tuvo oportunidad de decir nada más.
La secretaria del señor De Rosa entró como un rayo en la oficina. Su ceño fruncido era habitual en su rostro de porcelana mientras me miraba. Su escote era tan pronunciado que me hizo sentir un poco avergonzada de mi aspecto. No podía permitirme sus ropas de marcas, mucho menos esos increíbles zapatos Christian Louboutin. Al menos mi puesto como columnista en una revista no me daba esos privilegios. La semana pasada había armado un nuevo currículum con la esperanza de encontrar algo más digno de mis estudios, pero no había recibido ninguna respuesta. Eso me resentía muchísimo. Cuando obtuve mi ansiado título creía que sería una reconocida periodista y me llovería propuestas de trabajo. Qué estúpida fui.