Nara
Cuando llegamos a casa despedí a Thomas. No quería verlo después de lo que había hecho. Si mantenía la boca cerrada iba a ahorrarnos el mal rato. ¿Por qué tenía que venir hasta aquí a echarle más leña al fuego? Mi pobre nona estuvo a punto de sufrir un infarto. Ya no quería pensar en el asunto porque me enfadaría de nuevo. Tenía suficientes problemas. No me preocuparía por otro.
Terminé de preparar la lasaña y lo inserté en el horno. El temporizador indicaba que estaría listo en cuarenta y cinco minutos. El tiempo suficiente para darles espacio a mis nonos y tratar de digerir todo lo que había pasado durante el día. Seguía nerviosa, agitada, imaginando el peor de los escenarios si Gian no intervenía.
Me limpié la humedad de los ojos y miré su contacto agendado en mi celular. Quería llamarlo y darle las gracias de la forma correcta. No había tenido un momento privado con él desde la comisaría. Las palabras no eran suficientes para mostrarle mi gratitud. Volví a cuestionarme a qué nivel llegaba su influencia. Le bastó menos de una hora hacer que el oficial liberara a mi nono. Contaba con los servicios de un buen abogado, pero mi mente se empeñaba en creer había un trasfondo.
Debatí durante minutos si enviarle el mensaje o no. Al final le escribí algo breve y guardé mi celular después de pulsar el botón que tanto me angustiaba. ¿Qué tenía de malo hablarle? Gian me había visto llorar y salvó a mi nono de la cárcel. Nada podía ser peor.
Esperé ansiosa su respuesta, casi desesperada porque pasaban los segundos y no llegaba nada. Obviamente estaba ocupado y me había dedicado suficiente tiempo durante la mañana. Él también tenía otras obligaciones. Mis mejillas ardieron y me concentré en el temporizador. Gian me atraía, eso era evidente. Pero no quería ilusionarme con él. Sería mi jefe próximamente. Lo mejor era mantener una relación profesional si queríamos que esto funcionara. Nunca salía nada bueno cuando mezclabas los negocios con los placeres. Era una ley de la vida.
Preparé la ensalada, hice un licuado de frutas y suspiré cuando el temporizador sonó. Abrí el horno sonriendo por el resultado. La lasaña se veía cremosa y deliciosa. Me puse los guantes antes de sacar la bandeja de aluminio y servir la mesa del comedor. Mis nonos seguían abrazados en la sala, hablando en voz baja. Amaba a Aurelio con mi vida, pero el viejo imprudente no escaparía de los sermones. Le diría sus verdades en la cara. Lo que hizo no podía repetirse.
―La comida está lista―anuncié con una sonrisa.
Era más de mediodía, pero el horario no importaba cuando se trataba de comer una buena lasaña. Coloqué la bandeja sobre la mesa, luego corrí a traer la jarra con el licuado de naranja. Mis nonos se pusieron cómodos en sus respectivos asientos mientras yo me encargaba de serviles los platos. El ambiente seguía tenso después de lo ocurrido y quería dejarles claro que no tenían nada de qué preocuparse. Nadie iba a separarnos.
―Huele muy bien, querida―Me halagó mi nona―. Siempre sanas nuestros corazones con tu comida.
La besé en la mejilla antes de sentarme, contenta por tenerlos en mi vida. Ojalá fueran eternos.
―No exageres―sonreí―. Nunca voy a superar tu comida. Eres la mejor cocinera de Palermo.
Su arrugada mano apretó la mía.
―Eres una chica tan buena, Nara. Gracias por todo lo que haces por nosotros―Sus pestañas se humedecieron por las lágrimas―. Rechazaste tantas oportunidades porque crees que tienes la obligación de cuidarnos.
La tristeza se hice presente en mi corazón y mi pecho se oprimió. No me gustaba que hablara de ese modo. Especialmente desde que había sido diagnosticada. Se sentía como si estuviera despidiéndose.
―No lo hago por obligación, nona―susurré―. Lo hago porque ustedes son todo lo que tengo y no podría vivir si no están presentes en mi vida. ¿Por qué me dices eso?
Sollozó en su palma y su esposo la consoló con un abrazo. Ella lucía tan pequeña a su lado. Mi hermosa nona.
―Ha sido un día difícil.
―Lo sé, pero todo está solucionado.
Mi nono prosiguió a comer su lasaña sin intervenir en la conversación. Se veía demasiado avergonzado en presencia de su esposa. Esperaba que pensara la próxima vez antes de actuar. Lo que hizo pudo desencadenar otras tragedias que me negaba a mencionar.
―Aurelio me contó que ese chico llamado Gian le salvó el trasero―dijo nona con humor―. Estaba pensando en qué podrías invitarlo a comer o cenar algún día. Tenemos mucho que agradecerle por su bondad.
Una sacudida de emoción abordó mi cuerpo y sentí como las mariposas se agitaban en mi interior. A pesar de su posición Gian era un hombre muy humilde y amable. Sabía de antemano que aceptaría la invitación. Ese hombre se dejaría sobornar por los cannoli.
―Voy a comentarle cuando vuelva a verlo.
Aurelio habló por primera vez y se limpió los labios con una servilleta. Sus ojos nublados me miraron con detenimiento. No con afecto. Parecía molesto.
―Llévale los mejores postres como agradecimiento y olvídate de él. Un desconocido no pondrá un pie en mi casa.
Le fruncí el ceño. ¿Cuál era su problema? Además, no me había dicho de qué se trataba la dichosa conversación que tuvo con Gian. Mi nono tenía un carácter fuerte, pero jamás fue un hombre descortés.
―¿Me estoy perdiendo de algo? ―inquirí―. Gian no es un simple desconocido. Te salvó de pasar años en prisión. ¿Te parece poco?
―¿Llevas mucho tiempo conociéndolo? ―contestó a cambio.
―¿Acaso importa? Ha sido muy amable y atento conmigo. Él te ayudó sin conocerte. ¿No lo hace eso una buena persona?
La risa de mi nono estaba lejos de ser cálida. Parecía... resentido.
―Los Vitale no son buenas personas. Pregúntale quién fue Stefano Vitale y sabrás la respuesta.
Mi nona se puso pálida y se atragantó. Le di palmaditas en la espalda sin comprender por qué adoptaban esas actitudes. Actuaban como si Gian fuera un criminal muy peligroso que hizo cosas terribles.
Editado: 21.11.2024