Nara
El viaje a París resultó ser una absoluta locura. No esperaba que esa ansiada reunión de negocios terminara así, menos por mí. Lo que sucedió a continuación fue un borrón. En cuanto las puertas del ascensor se cerraron, me empujó contra la pared con una mano en mi garganta y la otra en mi cabello. Sus labios me devoraron, su lengua se entrelazó con la mía y me saboreó como si no pudiera vivir sin mí. Amaba como me tocaba. Amaba como me besaba. No era suave o dulce. Era intenso, abrumador. Quería ser destrozada y consumida. Quería que se hundiera en mi piel y se sintiera hasta en mis huesos.
Mi mente se quedó completamente en blanco, todas las dudas y miedos desaparecieron. Cada terminación nerviosa gritaba por él. Mi cuerpo vibraba, mi clítoris latió con una necesidad desesperada. Nunca había sido besada así. Nunca había sentido una excitación tan ardiente al punto de que creí que iba a morirme si se detuviera. Tenía calor. Muchísimo calor.
—Gian… ―Se me escapó un pequeño quejido mientras lo veía ponerse de rodillas ante mí—. Por favor…
Los espejos del ascensor me dieron la vista más erótica: Gian entre mis piernas mientras subía mi vestido hasta mis caderas. Mi cabeza golpeó la fría pared y ahogué otro gemido. Era un sonido lleno de angustia y anhelo. Él hizo una pausa, dándome la oportunidad de evitar que sucediera, pero no quería que parara. Lo mataría si se atreviera. Hundí mis dedos en su sedoso cabello rubio, acercándolo más. Sabía que podía notar la humedad entre mis piernas y me sonrojé.
Pero no había lugar alguno para la vergüenza. No cuando me miraba como si fuera la única mujer en su vida.
―Qué hermosa ―susurró, tocando los finos lazos de mi ropa interior de encaje blanco y me chupé los labios―. Súbete el vestido, Nara. Quiero ver todo.
Sus palabras me llevaron al borde del abismo y obedecí sin pensarlo dos veces, sosteniendo la falda del vestido. En ese momento haría lo que él quisiera. Tomé una bocanada de aire cuando me levantó una de las piernas y la colocó sobre su hombro. Vi cómo guardó mi pequeña tanga en su bolsillo antes de que su lengua lamiera mi sexo. Era un milagro que pudiera mantenerme de pie. Mi cuerpo estaba temblando, mis manos también mientras me aferraba a su cabello para anclarme y me retorcí contra la pared. Oh, Dios… mío.
—Tan dulce —Lo oí decir y me tapé la boca para suprimir los vergonzosos gemidos que escapaban de mis labios.
Lo que estaba sintiendo era algo de otro mundo, diferente a lo que había experimentado. Gian me estaba consumiendo como si estuviera muerto de hambre. Yo era suya. Mi cuerpo le pertenecía y podía quedárselo. De alguna manera, sabía que nunca volvería a ser la misma. No después de esto.
—Gian —Mi voz sonó más alto, más exigente—. Te necesito, por favor. No te detengas.
Me pareció oírlo reír suavemente, sin embargo, mis súplicas lo animaron. Mantuvo el contacto visual mientras su lengua lamía y chupaba. Mi espalda se arqueó, pero él me obligó a quedarme quieta cuando introdujo un largo dedo dentro de mí. La combinación fue alucinante y balanceé mis caderas contra su rostro.
Todo lo que necesitó era un movimiento de su ágil boca y la succión de sus labios para llevarme al límite. Sus dedos bombeaban dentro y fuera de mí, presionando el punto perfecto. Mis músculos se contrajeron, mis piernas se aferraron a su cara mientras él continuaba su asalto y grité su nombre. Mi respiración sonaba dificultosa en el espacio reducido. Mi piel ardía en llamas, mis pezones dolían. Necesitaba más. No era suficiente. Nunca lo sería.
Durante ese tiempo, Gian siguió acariciándome, haciéndome bajar lentamente del intenso subidón. Cuando su mirada encontró la mía, me perforó con las pupilas dilatadas. Besó mis muslos húmedos, lamiendo restos de mi excitación y saboreándome.
―Por favor…
—Shh… me tienes, preciosa. Te juro que me tienes.
Las palabras quedaron atascadas en la punta de mi lengua cuando las puertas del ascensor se abrieron hacia el vestíbulo y me levantó sin esfuerzo. Me encantaba lo fácil que le resultaba cargarme, lo pequeña, sexy y segura que me sentía en sus brazos. Volvimos a besarnos mientras era vagamente consciente de que me llevaba al comedor, depositando mi cuerpo sobre la mesa de mármol.
—Mierda, Nara—gimió con dolor—. Nunca nadie va a compararse contigo. Entiende eso.
Bajó las tiras de mi vestido, primero uno y luego otro. Alcé mis caderas para arrastrar la fina prenda por mis piernas con ayuda de Gian y él la arrojó al suelo. Sus manos seguían temblando como las mías y de algún modo fue reconfortante saber que no era la única desesperada. Ahora estaba solo en sujetador de encaje frente a él y también se aseguró de quitármelo.
La fría superficie de la mesa hizo que mi piel se llenara de escalofríos. Mi pecho subía y bajaba. En su mirada brillaba la posesividad y la lujuria. Estudió cada centímetro en silencio, con la mandíbula tensa y ojos oscuros. De repente, me sentí tímida ante su evaluación e intenté cubrirme con los brazos.
―No ―me advirtió con la mandíbula tensa―. Déjame verte. Quiero verte.
Aparté los brazos de mis pechos lentamente y él exhaló, aflojándose la corbata mientras mis dedos apretaron los bordes de la mesa. Se acercó pasando los nudillos por mi ombligo y mis pezones se estremecieron ante su tacto.
―¿Muy sensible, amor?
Asentí.
―Tienes mucha ropa ―protesté.
La expresión seria de Gian de repente se transformó en una sonrisa maliciosa.
―No planeo quitármela. No aún.
―¿Qué…?
―Esta noche solo se trata de ti. Quiero hacerte sentir bien.
―Pero…
―Silencio o me detendré.
Tragué duro y me relajé en la mesa, con la vista fija en el techo. Su aliento cálido me puso la piel de gallina mientras se tomaba su tiempo conmigo, tentándome, provocándome. Separó mis muslos aún más y lamió la parte interna, dándome un pequeño mordisco que me hizo sobresaltar de placer.