Bajo un cielo cubierto de nubes grises, el fragor de la guerra nunca cesaba. Orión Stormhaven, con su armadura carmesí manchada de sangre y polvo, observaba el horizonte desde su puesto en la fortaleza avanzada de Norathis. A sus veintitrés años, ya era un veterano de incontables batallas, forjado en el fuego de la guerra desde su adolescencia. La brisa salada del mar traía consigo el eco distante del combate, pero ese día, un mensajero trajo noticias que lo helaron más que cualquier campo de batalla.
Apolonio y Cesarión Stormhaven, los herederos del emperador habían caído en combate. Asesinados en una emboscada vil mientras comandaban una expedición en las Islas Negras. Orión tomó la carta con manos firmes, pero en su interior sintió un peso hundirse en su pecho. La caligrafía era la de su tío, Magnus IV Stormhaven, "El Titán", y no había duda de que la ira imperial se desataría con brutalidad.
Kassandros Varethia, su primo bastardo y capitán de su guardia personal, permaneció en silencio a su lado. Sus ojos oscuros no mostraban sorpresa. Quizás porque entendía mejor que nadie el destino de los herederos del emperador. Quizás porque siempre supo que su padre nunca permitiría una afrenta semejante sin derramar océanos de sangre.
En Varethia, la capital imperial, la furia de Magnus IV ya se manifestaba. En el gran salón del palacio, los comandantes que habían estado bajo el mando de Apolonio y Cesarión fueron encadenados ante el trono. Sus rostros estaban pálidos, sabían que no habría piedad.
—¡Incompetentes! —rugió el emperador, su voz reverberando en las paredes de mármol negro—. ¡Mis hijos murieron por su cobardía, por su ineptitud!
Uno de los generales cayó de rodillas. —Majestad, fue una trampa... nos superaban en número... no tuvimos oportunidad...
El emperador ni siquiera dejó que terminara. Con un gesto de su mano, un verdugo imperial desenvainó su espada y de un solo tajo limpio decapitó al general. La cabeza rodó por el suelo dejando un rastro de sangre en los mosaicos dorados.
Magnus IV se volvió hacia el resto. —Cada uno de ustedes es culpable. Si no fueron traidores, fueron incompetentes. Y yo no tolero ninguna de las dos cosas.
Uno a uno, fueron ejecutados. Los pocos que quedaron con vida fueron condenados a la esclavitud, enviados a las minas de los dominios del imperio. Pero la ira del emperador no se detendría allí. Varios nobles cercanos a Apolonio y Cesarión fueron arrestados bajo sospecha de conspiración. Las mazmorras de la capital estaban repletas, y los cadáveres comenzaban a apilarse en las plazas.
Orión cerró los ojos. Sabía lo que esto significaba. El imperio se teñiría aún más de rojo, y él, como comandante supremo de las legiones imperiales, sería el brazo ejecutor de esa venganza.
—Debemos regresar a la capital —dijo Kassandros con voz baja, pero firme.
Orión asintió, mirando una vez más hacia el horizonte. La guerra nunca terminaba, y ahora, la lucha más peligrosa se libraría dentro del mismo imperio.
La mañana siguiente llegó con un cielo teñido de tonos escarlata y dorado. Los enormes acorazados del Ejército Imperial surcaban las alturas, atravesando densas nubes mientras descendían en formación sobre Varethia. Desde la cubierta, Orión observaba la majestuosa capital extendiéndose ante sus ojos: una ciudad de torres doradas y cúpulas imponentes, pero ahora cubierta por un aire de opresión. Algo había cambiado en el corazón del imperio. Un silencio espectral dominaba las calles, y aunque desde el cielo todo parecía en orden, el Gran Duque sabía que el fuego del emperador había consumido la ciudad desde dentro.
Cuando las naves se aproximaron a los muros, la Guardia Imperial ya estaba en posición, formando un bloqueo en la plataforma de aterrizaje principal. Eran soldados de élite, vestidos con armaduras de negro y oro, con lanzas en alto y rifles listos para disparar si la situación lo exigía. Al frente, un capitán de la guardia avanzó unos pasos, su expresión severa, pero con un rastro de incomodidad en el rostro.
—Gran Duque Orión Stormhaven. —Su tono era firme, midiendo cada palabra—. Por orden de Su Majestad, ningún ejército tiene permitido cruzar las puertas de Varethia. Puede ingresar, pero sin sus tropas.
Detrás de Orión, cientos de guerreros esperaban en formación, listos para actuar si su comandante daba la orden. Un viento gélido cruzó el puerto, intensificando la tensión.
Orión clavó la mirada en el capitán.
—Soy el comandante Imperial. No necesito permiso para entrar a mi propia capital.
El capitán sostuvo su mirada, aunque una sombra de duda cruzó sus ojos.
—Las órdenes vienen directamente del emperador. No podemos…—
Antes de que pudiera terminar la frase, una figura se adelantó con determinación. Kassandros Varethia. Su mano se cerró sobre la empuñadura de su espada y la desenvainó con un movimiento seco, el metal reflejando bajo la luz del sol.
—¿Sabes con quién estás hablando? —dijo con una voz cargada de veneno—. ¿Desde cuándo un simple perro del emperador se atreve a negarle la entrada al León Carmesí?
Los soldados de la guardia se tensaron al instante. Algunos instintivamente llevaron la mano a sus armas, y el aire pareció volverse más denso. El más mínimo movimiento en falso podía desatar la violencia.