El día de la partida del emperador Magnus IV Stormhaven quedó marcado por la marcha imponente de las tropas imperiales. Legiones de soldados se alineaban en perfecta disciplina mientras las flotas se alistaban para zarpar. Banderas con el emblema de Stormhaven ondeaban en los altos mástiles, reflejando el poderío de un imperio que no tenía intención de ceder territorio.
Orión observó en silencio desde lo alto de la fortaleza, con los brazos cruzados y el ceño fruncido. No podía evitar sentir que su lugar estaba en el frente, pero su tío había dejado claro que alguien debía gobernar en su ausencia. Magnus IV no confiaba en dejar el trono vacío, y aunque Orión entendía la necesidad de asegurar el orden, le frustraba quedar relegado a la administración.
Apenas pasaron unas horas después de la partida del emperador cuando Orión convocó al consejo de guerra. Aunque tenía el título de regente, sabía que muchos nobles y oficiales aún lo veían como un joven guerrero más que como un gobernante. Su autoridad debía ser afirmada, y para ello, decidió salir de la capital.
—No se puede dirigir un imperio solo desde un trono —murmuró mientras revisaba un mapa estelar desplegado en su escritorio.
Su decisión fue clara: visitaría algunas de las regiones gobernadas por el Imperio para ver con sus propios ojos la situación de sus dominios. Quería conocer de cerca a sus súbditos, entender sus preocupaciones y evaluar personalmente la lealtad de los gobernantes locales.
—Mi señor, es arriesgado que abandone la capital en estos tiempos inciertos —advirtió un miembro del consejo.
—Es más arriesgado quedarnos ciegos ante la realidad del Imperio —replicó Orión con firmeza—. Si queremos mantener el control, debemos entender a quienes gobernamos.
Su primera parada sería en Zepharos, un reino vasallo que había sido incorporado al Imperio hace generaciones. Aunque oficialmente leal, había rumores de que su gobernante albergaba resentimientos por la falta de representación en el consejo imperial. Era el momento de descubrir la verdad.
El León Carmesí no sería un regente de mármol, sino uno que caminaría entre su pueblo.
Mientras Orión supervisaba los preparativos para su partida, su prometida apareció ante él, vestida para la ocasión. Llevaba una armadura ligera y un manto de viaje, su postura reflejaba determinación. Era evidente que no tenía intención de quedarse atrás.
—Voy contigo —dijo sin rodeos, cruzando los brazos mientras lo observaba con la misma intensidad que en los entrenamientos.
Orión suspiró, apartando la mirada hacia los mapas extendidos en la mesa. Ya había previsto que esto ocurriría.
—No es necesario —respondió con calma—. No voy a un campo de batalla, solo a evaluar la situación en los territorios vasallos.
—Aun así, sigue siendo peligroso —insistió ella, dando un paso al frente—. Si vas a conocer la opinión del pueblo, yo también debería hacerlo.
Orión negó con la cabeza.
—No voy a arriesgarte innecesariamente. Alguien debe permanecer aquí con Kassandro. Si algo sucede, quiero que tú y él se aseguren de que la capital no caiga en el caos.
Su prometida lo miró con seriedad, claramente frustrada por la decisión.
—Crees que no soy capaz de protegerme.
—No es eso —dijo Orión, suavizando su tono—. Pero si algo me ocurre, el Imperio te necesitará a ti.
Hubo un largo silencio entre ambos. Al final, ella suspiró y apartó la mirada.
—Haz lo que quieras.
Se giró con elegancia y salió de la sala sin más palabras. Orión la observó marcharse, sabiendo que aquella discusión no había terminado del todo. Pero por ahora, tenía que enfocarse en su misión.
Poco después, los preparativos estaban listos. Orión partiría con un contingente selecto, compuesto por sus hombres de confianza. Mientras subía a su nave, no pudo evitar pensar en las consecuencias de su decisión.
El León Carmesí dejaba la capital. Y con ello, los vientos de la guerra seguían soplando.
Orión siguió al Archimago Vaelthar por los pasillos de la gran ciudad flotante de Zepharos. A primera vista, el reino parecía próspero: calles limpias, ciudadanos con túnicas elegantes, mercados llenos de productos exóticos y una infraestructura que combinaba arquitectura imperial con elementos mágicos. Sin embargo, Orión sentía que algo no encajaba.
—Decidme, Archimago —dijo mientras avanzaban—, ¿qué es lo que la corte imperial no ve?
Vaelthar lo guió hasta un balcón que dominaba la ciudad. Desde allí, señaló hacia las afueras, más allá de los muros resplandecientes de la capital, donde la luz de los conductos arcanos se desvanecía en la lejanía.
—Esto es lo que ve un emperador desde su trono —explicó Vaelthar—. Un reino en orden, leal y majestuoso. Pero observad más allá de los muros.
Orión entrecerró los ojos y su visión se agudizó. Más allá del brillo de la ciudad, el paisaje cambiaba drásticamente. Las afueras estaban sumidas en la penumbra, con aldeas que apenas sobrevivían, campos marchitos y estructuras derruidas. No era la imagen de un reino floreciente, sino de una tierra desgastada y olvidada.