Un mes había pasado desde el intento de asesinato en Caeloria. La noticia había sacudido la corte imperial, y aunque muchos expresaban su preocupación por la seguridad del príncipe, Orión Stormhaven no se dejaba engañar por palabras vacías ni por falsas muestras de empatía. Al regresar a la capital, se dedicó a investigar el atentado, reuniendo testimonios y pistas que desvelaban una compleja red de intrigas. Algunos altos cargos de la corte parecían molestos por la injerencia de Orión en asuntos que consideraban reservados para los poderosos. Para ellos, su intervención era una intromisión imprudente en un terreno donde la discreción era ley.
Desde entonces, la seguridad a su alrededor se intensificó de forma inusitada. Cada comida, cada conversación y cada paso que daba era fijamente vigilado, en un esfuerzo por proteger al heredero que ya no podía confiar en las lealtades fluctuantes de la corte. La vigilancia no solo respondía al riesgo del atentado, sino también a la creciente tensión que sus acciones provocaban entre los altos eslabones del poder, quienes veían con recelo su determinación por descubrir la verdad detrás del ataque.
Mientras Orión se sumergía en su investigación, llegaron noticias desde las campañas en los confines del imperio. El emperador Magnus IV, a pesar de estar inmerso en la vorágine de la guerra, había logrado someter a las regiones restantes, reafirmando la autoridad imperial en territorios que alguna vez se habían rebelado. Sin embargo, la victoria tenía un alto costo. En una de las fronteras del norte, cerca de uno de los destacamentos imperiales, se enfrentaba a una de las razas más letales del continente. Durante un enfrentamiento, parte de su ejército había caído en una emboscada cuidadosamente orquestada. La valentía y el poder del emperador se hicieron evidentes cuando, en medio del caos, logró salvar a sus hombres, aunque la fuerza abrumadora de los atacantes obligó a retirarse para reagruparse y revaluar la estrategia.
El contraste entre la situación en el frente y los acontecimientos en la capital era palpable. Mientras el emperador lidiaba con la furia de la guerra en las fronteras, en Varethia la tensión se acumulaba en cada rincón del palacio. Orión, consciente de ambos frentes de conflicto, se preparaba para lo que venía. La experiencia de la emboscada en Caeloria lo había endurecido aún más; su mirada era fría y decidida, y en su interior bullía la convicción de que la seguridad del imperio dependía de no dejar que las sombras del pasado volvieran a imponerse.
En ese contexto, la investigación de Orión no era un mero acto de venganza o curiosidad. Era, sobre todo, una necesidad imperiosa de conocer la magnitud de la traición y los riesgos que acechaban a su imperio. Con cada pieza de información, la red de conspiraciones se hacía más oscura, y el eco de los golpes de la guerra resonaba tanto en las fronteras como en los pasillos del poder.
El príncipe heredero sabía que, para proteger el futuro de Stormhaven, no bastaba con confiar en los escudos y las espadas. Era necesario actuar con inteligencia, sin caer en la arrogancia que a menudo acompaña al poder. Pero también estaba claro que, en un imperio donde el peligro se manifestaba tanto en la arena de batalla como en los recodos de la política, la lucha debía continuarse en ambos frentes.
Mientras la capital se preparaba para nuevos desafíos, Orión se comprometió a descubrir la verdad detrás del atentado, a fortalecer la seguridad en cada rincón de su entorno y a enfrentar, sin titubear, las amenazas que se cernían sobre su linaje y sobre todo el imperio. La guerra, en sus múltiples caras, seguía avanzando, y en esa lucha, cada sombra, cada traición, era un recordatorio de que el destino de Stormhaven se forjaba en la constancia y en la valentía de aquellos dispuestos a enfrentarlo.
La noche se cernía sobre la capital con un silencio inquietante, roto solo por el crepitar de las antorchas en los pasillos del palacio. Orión se encontraba en sus aposentos, revisando un pergamino con los últimos informes de su investigación, cuando un suave golpe en la puerta interrumpió su concentración.
—Adelante —dijo, sin levantar la vista.
La puerta se abrió con lentitud, revelando a Thessalia Stormhaven. La princesa avanzó con paso mesurado, aunque en sus ojos se reflejaba una tormenta interna que no podía ocultar. Llevaba un vestido azul oscuro, sencillo pero elegante, y su semblante, aunque altivo como siempre, dejaba entrever una preocupación que pocas veces permitía que otros notaran.
—Necesito hablar contigo —anunció sin rodeos.
Orión dejó el pergamino sobre la mesa y le hizo un gesto para que tomara asiento en uno de los sillones cercanos. Thessalia, en cambio, permaneció de pie, cruzando los brazos mientras su mirada se posaba en la ventana, más allá de los muros de la ciudad.
—He oído rumores… —comenzó, con un tono más bajo—. Sobre padre.
Orión la observó con atención. Sabía que, si Thessalia venía a hablarle de esto, era porque el asunto era grave.
—¿Qué rumores? —preguntó, aunque en el fondo ya imaginaba la respuesta.
—Que ha sido herido… o peor —susurró ella, girándose para enfrentarlo—. Que su ejército está atrincherado, incapaz de avanzar, y que podrían estar rodeados en cualquier momento.
Orión exhaló con pesadez. Él también había escuchado susurros al respecto, pero nada confirmado.
—Si hubiera caído, ya lo sabríamos.