Orión se encontraba de pie en el gran salón del trono, observando con mirada severa a los miembros del alto consejo, ahora rodeados por sus soldados. El golpe había sido rápido y preciso. No quedaban rutas de escape, y los traidores lo sabían.
—Que nadie abandone esta sala —ordenó con voz firme—. El Imperio no será tomado por cobardes ni usurpadores.
Los nobles intercambiaron miradas de desesperación y rabia. Sabían que su intento de manipular la sucesión había fracasado. Algunos se atrevieron a alzar la voz en protesta, alegando lealtad al imperio, pero Orión no se dejó engañar.
—La traición no se esconde detrás de palabras vacías —sentenció, alzando la mano para que sus soldados procedieran con los arrestos.
Sin embargo, el verdadero peligro no estaba en la sala del trono, sino en las calles de la capital.
Mientras Orión aseguraba el control interno, las fuerzas del canciller Decimus y Castor avanzaban hacia las puertas de la ciudad con 15.000 soldados, declarando que venían a “asegurar la sucesión” tras la supuesta muerte del emperador. Pero sus intenciones iban más allá de eso.
Alexión, estacionado con 8.000 hombres del principado en la entrada de la ciudad, no tardó en sospechar.
—El canciller no viene a proteger la capital —dijo, observando el avance del ejército enemigo—. Viene a tomarla.
Y no venía solo.
Desde el horizonte, las siluetas de las naves Xavorianas comenzaron a oscurecer el cielo. Su aparición no era una coincidencia: eran aliados de Decimus y Castor. El ataque a la capital era la excusa perfecta para justificar su intervención militar y eliminar cualquier oposición al golpe de estado.
Las primeras ráfagas de fuego arcano impactaron contra las murallas. En cuestión de minutos, la ciudad ardía. Los invasores descendieron de sus naves, guerreros de ojos resplandecientes y armas forjadas en un metal oscuro. No luchaban como mercenarios, sino como conquistadores que ya consideraban estas tierras suyas.
Alexión giró la mirada hacia Castor y el canciller.
—¡Malditos bastardos! ¡Ustedes orquestaron esto!
Pero Castor solo sonrió.
—Es el precio del cambio, Alexión. Orión no tomará el trono.
Dentro de la ciudad, el caos reinaba. Las tropas de Orión, que habían sido desplegadas para asegurar el control interno, se vieron obligadas a enfrentarse a los invasores en las calles.
Desde la muralla central, Orión observó el panorama. La traición era clara, pero aún quedaba una oportunidad de resistir. Su espada se alzó, su voz resonó con la autoridad de un heredero que no pensaba ceder su derecho.
—¡Stormhaven no caerá ante ratas ni invasores! —rugió—. ¡Defiendan la capital!
Sus soldados respondieron con un grito de guerra, y así, bajo el cielo ennegrecido por las naves enemigas, comenzó la verdadera lucha por el trono.
Orión no dudó. El ataque había comenzado, y la ciudad estaba en peligro. Sabía que no podía dividir su atención entre la traición interna y la invasión externa, así que miró a Kassandro con la determinación de quien confía una misión vital.
—Toma a dos mil hombres y refuerza a Alexión en las puertas. No podemos permitir que la ciudad caiga sin luchar. También encárgate de evacuar a los civiles y asegurarte de que los accesos a los refugios subterráneos sean protegidos.
Kassandro asintió, apretando los puños. Esta era su oportunidad de demostrar que no solo era un bastardo de la casa Stormhaven, sino un guerrero digno de su linaje.
—No los dejaré pasar —afirmó, tomando su espada y liderando a su contingente fuera de las murallas.
Los centinelas mecánicos de las torres de defensa despertaron con un rugido metálico. Estas imponentes figuras de acero, activadas por el núcleo arcano de la ciudad, comenzaron a disparar ráfagas de energía contra las naves Xavorianas. Al mismo tiempo, los cañones de plasma situados en los bastiones estratégicos respondieron con precisión letal, alcanzando las naves invasoras y derribando algunas antes de que pudieran descargar a más tropas.
A pesar de las defensas de la ciudad, el enemigo seguía siendo abrumador. Tropas Xavorianas aterrizaban en las plazas y calles, desatando el caos entre los ciudadanos. Los soldados imperiales, liderados por los comandantes de Orión, combatían en cada rincón, pero sabían que la clave de la batalla estaba en las murallas.
Afuera, Alexión y sus 8.000 soldados ya estaban en plena batalla contra las fuerzas del canciller y sus aliados. Aunque superados en número, los soldados del principado eran guerreros curtidos, y su líder no tenía intención de ceder terreno.
El sonido de los cascos de los caballos y las pisadas de los refuerzos resonó cuando Kassandro llegó con su contingente. No hubo palabras, solo un cruce de miradas entre él y Alexión.
—Viniste justo a tiempo —gruñó Alexión, bloqueando el golpe de un soldado enemigo antes de atravesarlo con su lanza.
—No dejaré que ellos decidan quién gobernará Stormhaven —respondió Kassandro, alzando su espada.
Con el apoyo de los nuevos refuerzos, la línea de defensa imperial resistió el embate inicial del enemigo. Los soldados luchaban con la furia de quienes sabían que no solo defendían la ciudad, sino el destino del imperio.