No sé exactamente dónde ni cuándo empezó esta historia. ¿Empezó con la muerte de una pobre chica en una fría noche de invierno o con una de las pesadillas de un chico extremadamente misterioso? ¿Empezó un soleado día en el que mi padre decidió mudarse o uno lluvioso en el que dos miradas conectaron por primera vez? Lo único que puedo decir es que mi historia, o al menos mi versión de ésta, empezó a bordo de un coche familiare que nos trasladaba a un lugar al que yo no quería ir. Pero ese lugar iba a cambiar mi vida.
Le había repetido a mi padre que no se empeñara en apuntarme a ningún club de lectura ni a ninguna cosa por el estilo para que me integrara más en el instituto. Ya tenía bastante con aguantar sus infinitas charlas sobre lo muy disgustado que estaba al hacer que nos mudáramos de ciudad y lo muy bien que estaríamos en esa casa, que aunque fuese vieja y oliese a cerrado y a tuberías, sería nuestro hogar. Mi madre se empeñaba en comprar un piso en un edificio recién construido en el centro, pero mi padre se encabezonó con que había una casa a tan sólo cinco kilómetros del centro que costaba la mitad y era el doble de grande. Mientras tanto yo me mantenía al margen, intentando disfrutar con mis amigas el poco tiempo que me quedaba en mi ciudad natal. Cuando entramos por primera vez en esa casa, lo primero que se me vino a la cabeza fue en cuántas ratas debían de vivir ahí, justo después de que me viniera una arcada. Mi hermano se quedó con la habitación grande del fondo del pasillo, lo más lejos posible del cuarto de mis padres y yo elegí el ático, el cual tenía el único mueble de los antiguos propietarios de toda la casa: una estantería de madera de roble con varias pegatinas a los lados.
Y dos semanas después del día de la mudanza, ahí estaba yo, intentando convencer a mi madre para que me dejara llevarme su coche al instituto, ya que no quería coger el autobús que pasaba por la zona.
-No te llevarás el coche al instituto, April- exclamó por centésima vez.
-¡Ni siquiera conozco las paradas del autobús! Imagínate que cojo otro distinto- dije y mi madre comenzó a reír.
-¿Desde cuándo no distingues los autobuses escolares?- dijo mi madre quitándose las gafas y dejándolas sobre la mesa. Bufé y salí del salón, haciendo rechinar la puerta a mi paso. Claro que sabía en qué autobús debía subirme, pero por si no era lo bastante trágico ser la chica nueva en pleno octubre, tenía que ser la chica nueva en pleno octubre que con diecisiete años que va al instituto en el autobús escolar rodeada de niños de trece años.
Al menos el autobús olía mejor que mi cuarto. Me tiré en uno de los asientos de la última fila y lo primero que hice fue usar mi capucha como almohada y dormir, hasta que en una de las paradas un niño gritón de primaria se subió con la intención de molestarme. Con la mala suerte de mi lado, se sentó en el asiento de delante y empezó a jugar a un videojuego, con cada sonido que aquel aparato reproducía taladrándome el cerebro. Me puse a mirar el paisaje, intentando comparar las casas de ese vecindario con las casas del vecindario en el que yo vivía. Claramente los años habían pasado para las de mi vecindario, con el césped descuidado y sin flores llamativas. Aunque en octubre, ninguna flor llamativa estaba en ningún jardín que veía a través del jardín. Después de una media hora en aquel bus, habíamos llegado al instituto. En cuanto llegué a secretaría, una chica de mediana edad y un moño demasiado tirante me sonrió de una manera demasiado falsa preguntándome que qué necesitaba. Le dije que era nueva y que necesitaba saber en qué clase estaba. Seguidamente le di mi nombre completo y ella me respondió dándome un folio con mi horario, un mapa del instituto y una pequeña libreta con información interesante del instituto. Guardé lo último en mi mochila y me dispuse a orientarme por los concurridos pasillos, intentando encontrar la primera aula a la que debía ir: la de biología. Por suerte llegué de las primeras y me senté en un pupitre cerca de las ventanas, las cuales daban al patio trasero, cerca del parking. Como no había nadie, decidí sentarme en el poyo de la ventana a mirar la gente que iba y venía por el patio. Había empezado a lloviznar y hacía bastante viento. Los árboles comenzaron a moverse estrepitosamente y la lluvia se intensificó, haciendo que la gente corriera hacia la entrada. Un estruendo me hizo volver la mirada a la clase y vi a un chico de mediana estatura, con el pelo rubio oscuro recogiendo una silla que había tirado. Cuando la puso en su sitio, siguió andando mientras me miraba fijamente sin pestañear, entornando alguna que otra vez los ojos y con el labio inferior temblando. Puso sus cosas en un pupitre excesivamente lejos del mío y podría decir que lo hizo adrede. Se sentó, sacó su móvil y decidí seguir a lo mío. La gente no tardó en llenar el aula, me volví a sentar y saqué el mapa de mi mochila, intentando adivinar qué recorrido tenía que seguir para llegar a la siguiente clase. Cuando estaba en el pasillo de matemáticas, una mujer joven y con una falda llamativamente roja entró al aula sonriendo mientras daba los buenos días. La mujer dejó la carpeta que llevaba sobre la mesa y empezó a andar por uno de los pasillos de los pupitres con un folio en la mano. Finalmente se paró al lado de mi pupitre y dejó el folio encima del mapa del instituto, susurrándome que debía de rellenarlo y entregárselo al final de la clase. Le di las gracias y se alejó, dejando un reguero de alumnos pendientes de mí a su paso. Empezó a hablar de células y decidí evadirme, rellenando la hoja que me había dado. Escribí mi nombre completo, mi lugar de nacimiento y en qué calle vivía, no sin acordarme del castillo encantado que tenía como casa. Sólo de pensar en el frío que me heló el cuerpo la primera vez que entramos allí me puse a temblar. Las cosas habían cambiado un poco estas dos semanas desde el día que llegamos, ya que habíamos pintado las paredes, arreglado el parqué del suelo y habíamos comprado muebles nuevos.