In The Middle of The Night

| Capítulo: IV |

El aire en el vestíbulo se volvió denso, casi irrespirable. Matthew y su séquito avanzaban con esa parsimonia de quien sabe que tiene a su presa acorralada. Mi corazón martilleaba contra mis costillas heridas, y por un segundo, la disociación de anoche amenazó con regresar. No quería pelear. No podía. Mi cuerpo apenas se sostenía en pie tras la paliza de mi padre, y un solo golpe en el estómago me haría colapsar frente a todos.

Justine dio un paso al frente, con la mandíbula apretada, lista para intervenir, pero yo le puse una mano en el brazo. No quería que ella se ensuciara por mí.

Matthew se detuvo a un metro, recorriendo con una sonrisa cruel los rastros de sangre seca en mi labio y la inflamación de mi pómulo.

—Vaya, Ryan... parece que alguien se nos adelantó —se mofó, cruzándose de brazos—. Teníamos planes para ti hoy, pero verte así de roto le quita toda la diversión. Sería como patear a un perro atropellado.

Sus amigos rieron. Yo tragué saliva, sintiendo el peso de su desprecio. Me sentí pequeño, miserable, expuesto. Pero entonces, el sonido de unos tacones rítmicos contra el suelo de mármol cambió la atmósfera de la sala.

—Matthew, muévete. Estás bloqueando el paso a los casilleros y tu perfume barato me está dando jaqueca.

La voz era como seda fría. Los brabucones se hicieron a un lado casi por instinto, rompiendo el cerco sobre nosotros. Era ella. Samantha Bennedict.

Caminaba como si el sol solo brillara para iluminar su cabello rubio perfectamente peinado. Llevaba una falda de marca y una seguridad que solo el dinero y la belleza absoluta pueden otorgar. Para mí, Samantha era el estándar de oro, el sueño inalcanzable al que llevaba mirando desde las sombras durante años. Ella era la razón por la que a veces olvidaba lo gris que era mi vida.

Ella pasó por nuestro lado sin detenerse, sin siquiera mirarme. Para Samantha, yo no era una víctima ni un enemigo; simplemente era parte del mobiliario del instituto. Su indiferencia, aunque dolorosa, fue mi salvación. Matthew, queriendo impresionar a la "reina" del campus o quizás simplemente distraído por su presencia, nos lanzó una última mirada de asco.

—Tienes suerte, Ryan. Hoy el día está demasiado lindo para mancharme las manos con alguien que ya está medio muerto —sentenció Matthew antes de dar media vuelta y seguir a Samantha a una distancia prudente.

El aire regresó a mis pulmones con una punzada de dolor. Me apoyé en la pared, sintiendo que las piernas me fallaban.

—¿Estás bien? —la voz de Justine me devolvió a la realidad. Estaba pálida, mirándome con una mezcla de furia por lo que acababa de pasar y una preocupación que no sabía cómo procesar.

—Sí... —mentí, mirando hacia donde Samantha había desaparecido—. Ella... ella me salvó, ¿viste?

Justine frunció el ceño, mirando en la misma dirección con una expresión de escepticismo. —Ryan, ella ni siquiera sabe que existes. Solo quería pasar.

—No importa —susurré, tratando de recomponer mi sudadera para ocultar las marcas de mi padre—. Vámonos de aquí antes de que Matthew cambie de opinión.

Caminamos hacia el aula de música, el único lugar donde sabía que no nos buscarían. Necesitaba el silencio. Necesitaba que el mundo dejara de girar por un momento.

Justine POV

Odiaba este lugar. Odiaba la forma en que los techos altos amplificaban el eco de los murmullos y cómo el aire olía a una mezcla rancia de cera para pisos y privilegios.

Mientras caminaba por los pasillos, sentía las miradas clavadas en mi nuca como agujas. “Es ella”, susurraban detrás de sus manos. “La hija de los Cumberbatch... escuche que la echaron de su anterior escuela por haberse peleado con unos chicos”. El apellido de mis padres me precedía como una sombra pesada, convirtiéndome en una exhibición de circo antes siquiera de abrir la boca. Cuando el profesor me presentó frente a la clase, la oleada de atención me provocó una náusea física. Quería gritarles que no era un trofeo, que no era diferente a ellos, pero mi rostro permaneció como una máscara de piedra: frío, impasible, temerario.

Mi única ancla en ese mar de falsedad era Ryan.

Al terminar la clase, busqué refugio en el pabellón de artes. Necesitaba silencio, pero sobre todo, necesitaba alejarme del brillo falso de personas como Samantha Bennedict y la crueldad gratuita de tipos como Matthew.

Entré al salón de música con el pecho oprimido por un pánico sordo que no le permitiría ver a nadie más. El piano de cola descansaba en el centro como una bestia dormida. Me acerqué, frotando mis sienes, sintiendo que el peso de las expectativas de mi nueva vida me estaba asfixiando. Entonces, lo vi.

Ryan ya estaba allí. Se veía tan frágil bajo la luz cenital, pero cuando sus dedos rozaron las teclas, algo en el ambiente cambió. No era una pieza perfecta, se notaba que no había tenido profesores de élite, pero la melodía tenía una verdad que me hizo detenerme en seco.

Me apoyé en el marco de la puerta, observando cómo su cuerpo, marcado por la injusticia de la noche anterior, encontraba un lenguaje propio en la música. Por un momento, su dolor y mi asfixia desaparecieron. Él levantó la vista y me vio; no hubo preguntas estúpidas, no hubo susurros sobre mi dinero. Solo una mirada de entendimiento.

Él se hizo a un lado en el banco del piano, invitándome sin palabras a sentarme.

—A veces es el único lugar donde no hace falta ser quien ellos quieren que seas —dijo con voz apenas audible.

Me senté a su lado, manteniendo mi fachada de seriedad ante el mundo, pero sintiendo cómo, por primera vez en el día, mis hombros se relajaban. Ryan me estaba ofreciendo lo único que nadie más en este pueblo me daba: un refugio donde el silencio no era incómodo, sino necesario.

Me senté a su lado, sintiendo el calor que emanaba de su cuerpo a pesar de la distancia que nos separaba. Mis dedos acariciaron las teclas blancas con una duda que no solía permitirme sentir. En este pueblo, todos esperaban que fuera una heredera perfecta o una extraña arrogante; nadie esperaba que tuviera algo roto por dentro.




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