Transcurrió lo que mi humano llamó «dos semanas» desde la última vez que fui a casa de Cindy. Zack El Sarnoso estaba dispuesto en rescatar a los cachorros y contaba con mi ayuda para ese cometido, aunque no estaba muy seguro de poder apoyarlo y menos aún lograrlo. En esos días, mis patas delanteras me dolieron como nunca en mi vida y no quería que ese tal doctor Strauss viniese otra vez a ver qué fue lo que me pasó. Tenía que ser fuerte en esos días, y lo hice.
Mi humano me invitaba a ir al estadio con él para que lo viera patear la pelota, pero yo agarraba el balón que siempre tenía cerca y empezaba a morderlo, dándole a entender que tenía asuntos más importantes que acompañarlo. Una parte de mí se sintió mal por eso, pero por otra era negarme a ir con él o tener a ese humano de Strauss en la casa. Mi amo decía que me estaba comportando muy extraño, que me la pasaba mordiendo ese balón y que no salía del patio, no ladraba, no hacía nada más. Claro, los amos de mi amo se limitaron a decir que era cosa de perros y que tenían que darme tiempo.
—Tal vez, Simba está cansado de ti —arguyó su ama con cierto desdén hacia mí.
Por supuesto que no me había cansado de mi humano, pero no podía delatar el dolor que aumentó hasta hacerme gimotear por las noches. Luego de eso, comenzó a disminuir. Cada nuevo día podía levantarme sin sentir nada de dolor; cada nuevo día podía caminar, después correr y después saltar. Ladraba de felicidad y mi amo no entendía por qué, así que bajaba de su habitación a jugar fútbol conmigo, tomando en cuenta que solo terminaba mordiendo el balón y él arrancándolo de mi boca.
Las tardes en las que los amos de mi amo se marchaban y él regresaba de clases, ese tal Oscar venía con él. Se la pasaban en la habitación todo ese tiempo —me imagino que copulando— para después salir al patio, llamarme para ponerme el cinturón en torno al cuello y salir al estadio. El extraño humano de abrigo no volvió a aparecer mientras mi humano y ese tal Oscar, recuperado de su pierna así como yo de mis patitas, corrían como salvajes detrás del balón. Me acuerdo que el otro amo de mi amo se sobresaltaba cada vez que ladraba; creía que se imaginaba que lo mordería tal cual como hice con Oscar, y se encontraba siempre alerta para echar a correr hacia algún lugar a salvo.
¡Ja, qué inocentón! Era divertido asustarlo.
Una de esas tardes, tras esas dos semanas que mi humano contaba en ese extraño papel pegado a la pared que llamaba «calendario», se volvió hacia mí con una amplia sonrisa. Esa mañana había sido de locos: mi amo no se fue de la casa para regresar en la tarde, sino que se quedó conmigo todo el día llevando solo sus shorts anaranjados, atándome al árbol y mojándome y enjabonándome
El peor castigo de un perro era que lo bañaran. Me sentía avergonzado y no dejaba de lamerme los labios, probando el raro sabor del agua. Mi amo me frotaba con sus manos, diciendo que esa tarde irían al lago Presley con Oscar y que yo tenía que estar presentable ya que olía asqueroso. ¡Qué importaba lo que dijera Cindy! No podía ser mi olor natural, pero al menos mi humano me rascaba mis zonas sensibles con sus manos.
Me sacudí en más de una ocasión, haciendo que mi amo dijera «No, Simba. Espera». Claro que no iba a esperar para que se alejara y pudiera echarme agua con la manguera; si me bañaba, yo también lo iba a bañar a él. Además, andaba sin camisa y así olería a perro recién duchado como yo.
Pero ahora que se vestía con ropa deportiva y esa camiseta de tirantes —conocía ese color anaranjado de alguna de sus antiguas camisas, aunque no recordaba cómo era antes—, sacudí la cola, alegre por acompañar a mi amo, porque no había dolor en mis patas y jugaríamos al frisbee.
Oscar ya nos estaba esperando en el parque. Estaba sentado en la orilla del lago con un short negro y una camiseta gris que dejaba los brazos desnudos y una con capucha, que caía en su espalda. Mi amo se sentó a su lado y le ladré un hola a Oscar, al tiempo que me acariciaba. Rápida y discretamente, mi humano se inclinó y le dedicó un beso fugaz en la mejilla al chico a modo de saludo.
—Veo que alguien anda muy romántico hoy —bromeó Oscar, con una sonrisa atontada—. Pero te falta el regalo como detalle.
—Tú sabes donde tengo tu regalo… ¿O debo decir paquete? —dijo mi amo, torciendo sus labios en una sonrisa.
Oscar se carcajeó entre dientes y le dedicó un empujón de broma, al que mi amo regresó. Esas charlas de humanos, fuese cuales fuesen, no parecían ir a ningún lado. Si querían copular, ¿por qué no lo hacían de una vez y ya? Les ladré para que advirtieran mi presencia, meneando la cola y hurgando en el bolso de mi amo hasta dar con el frisbee, sacándolo.
—Simba-Simba quiere jugar, ¿te unes o te quedarás aquí pensando en quién sabe qué? —preguntó mi humano, incorporándose de un salto.
—Voy con ustedes. —Oscar se quitó la camiseta y la colgó a un lado de su pantalón—. Vamos a ver qué tan bueno es Simba saltando.
¡Y vaya que era muy bueno! Mi amo y Oscar se ubicaron muy lejos y a ambos lados de mí; cuando quería ir a donde mi humano, éste lanzaba el frisbee y yo enseguida corría tras éste. Al principio, Oscar atajó el platillo y se rio de mí porque era muy lento. Tenía miedo de que mis patas me dolieran otra vez, pero al no haber más dolor —y con las burlas de este humano apestoso— empecé a demostrar todo mi potencial en saltar, atajar el frisbee con la boca y caer sobre mis patas.