Había noches en las que temía que nunca amaneciera, que la noche nunca tuviera fin; y había otras noches en las que temía que amaneciera y no pudiese ver a mi am. ¡Vaya cosas me invento yo a veces! Pero para ser sincero, no sabía de dónde provenía ese miedo.
Tardé mucho en conciliar el sueño, y me movía de un lado a otro en el patio buscando un buen lugar donde echarme y cerrar los ojos. No podía gastar energía. Mañana sería un día bastante agitado y lo que menos necesitaba era estar bostezando cada rato. Sin embargo, no dejaba de preguntarme si el sueño en el que Clay y yo huíamos de dondequiera que estábamos había sucedido en realidad o solo me lo inventé al imaginar lo que Clay me contó.
No, no creía que me lo hubiera inventado. Pero tampoco lo recordaba en estos momentos que estoy despierto. Bueno, lo mejor sería esperar hasta mañana y preguntarle apenas lo vea… Si es que veré a Clay mañana.
Apenas los primeros rayos de sol despuntaron y el cielo comenzó a aclararse, me despertó al oír la puerta del patio abrirse seguido de unos pasos rápidos por la corta escalera. Mi amo se acercó a mí con la bolsa de perrarina, se agachó y me acarició; ese día mi amo había amanecido más animado y amoroso que nunca.
—¿Dónde está mi cosita más peludita y amarilla de todas? ¿Eh? ¿Eh? —Me preguntaba dónde estaba esa cosita-más-peludita-y-amarilla-de-todas que mi amo mencionaba. Lo cierto es que sus manos me sacudían el pelaje detrás de las orejas y de mi cabeza—. ¿Quién es el perrito más bonito de esta casa? ¿Quién, quién, quién es ese perrito bonito?
No dejaba de sacudir la cola porque ya sabía la respuesta. Me relamía dispuesto a saltarle a mi amo y lamerle las mejillas para darle mucho amor como cuando era más cachorro, porque sabía que el perrito más bonito de esa casa era yo.
—Sí, eres tú, Simba-Simba.
Me incorporé sobre mis patas traseras y él dio un salto hacia atrás, para agarrar mis patas delanteras.
—Eh, colega, cuidado y me ensucias el uniforme. Má se enojará si lo haces.
Bajó mis patas y siguió acariciándome un rato más, para luego atraer la bolsa de perrarina y llenar mi tazón. Gemí, mirando el tazón lleno de aquellas repugnantes y diminutas figuritas de hueso y luego a mi amo diciéndole que hasta cuándo me alimentaría con eso. Al parecer, me entendió.
—No es un castigo, Simba-Simba. Es para que… —Hizo una pausa, frunciendo el ceño. Antepuso la bolsa del perrarina y leyó el dorso de ésta—. «Perrarina DogPlus es un excelente alimento para perros en etapa de desnutrición…», eh, ignora esa parte porque tú no estás desnutrido. «Contiene vitaminas, minerales, calcio, zinc y otras propiedades que tu perro necesita para mantener un buen pelaje, buenas articulaciones y la energía necesaria para realizar actividades…» ¡Simba! —Detuve su lectura para lamerle la mejilla.
Mi amo soltó la bolsa y me acarició, riéndose.
—¡Enrique, se hace tarde! —gritó la ama de mi amo con esa voz amortiguada que se filtraba del interior de la casa.
—¡Voy! —respondió mi amo; y dirigiéndose a mí—: Simba-Simba, ¿adivina qué? Invité a Derek a un partido de fútbol y dijo que ¡sí! Le dije que llevara a Clay. Creo que el caíste bien a ese lobo, y además así no te aburres viéndome jugar. ¿Qué te parece, colega?
Ladré un sí. Bueno, al menos no perdería la oportunidad de hablar con Clay sobre el sueño que tuve y de un plan que, de repente y gracias a ese sueño, se me estaba ocurriendo. Mi amo se alejó y entró en su casa tras darme un beso en la cabeza. Volví mi mirada hacia la perrarina cómo-sea-que-se-llame y, sin más remedio, no me quedó de otra que comerla con desagrado.
Cuando mi humano se fue y la casa quedó otra vez vacía, aproveché la oportunidad para dar una vuelta y buscar a Silvestre. Tuve que entrar a la casa por la puerta de mascotas, ya que la que daba al garaje estaba cerrada, y salir por el otro recuadrado para dar con la calle. Quería ver cómo estaría Cindy y esperar a que Silvestre se apareciera de chismoso como la vez pasada; sin embargo, supuse que Cindy la estaría pasando muy mal por lo de sus cachorros, y decidí que lo mejor era visitarla después.
Llegué a la esquina y torcí a la derecha. Otra hilera de casas se extendía a ambos lados de la larga calle. Un hombre con otro golden retriever como yo pasaron trotando en dirección opuesta a la mía; ninguno de los dos nos saludamos. Crucé a la derecha y me adentré en una nueva calle donde todas las casas se diferencian una de otras; era realmente perturbador. Varios carros siguieron su camino en ambas direcciones y… Y agaché la cabeza para olfatear el suelo. No saben cuántos olores mezclados pueden existir en una acera. Desde olor a saliva de humano, a pisadas, a suciedad, a hojas caídas y otras más hasta el mismísimo olor con que fue hecho ese camino, aunque fuera muy, muy leve.
Silvestre no debía estar muy lejos, ya que su olor se perdía por uno de los estrechos caminos que se abrían paso en esa parte del vecindario. Seguí olfateando: esta vez el camino era de tierra flanqueado por dos cercas pintadas de blanco. Un perro —debía de ser un Doberman por su estruendoso ladrido— bramó un «Perro intruso. Perro intruso». Lo ignoré. Seguí mi camino hasta que di con las otras casas que se encontraban al otro lado de las de la calle detrás de mí. Esta vez, el olor de Silvestre terminaba con brusquedad cerca de un inmenso cubo de basura que apestaba a mil demonios.