Incorrupta

VI

TREINTA Y DOS HORAS DESAPARECIDA.

 

Me cuesta trabajo comprender cómo es que algo así pudiera haber pasado desapercibido para mí. «¿Qué tipo de madre no se da cuenta de la primera vez que su hija llega a casa oliendo a alcohol?», me pregunto una y otra vez.

Estamos dentro de la habitación, intentamos dormir para recobrar fuerzas. Luis se encuentra sentado al borde de la cama y yo me mantengo acostada sin poder cerrar los ojos. Lo contemplo y por un momento pienso que su espalda parece ser la de un anciano: encorvada y cansada. Es como si toda su vitalidad se perdiera sin que quisiera evitarlo.

Mi esposo fue siempre un hombre activo. Le gusta ejercitarse y por las mañanas sale a correr, por lo que es delgado y a su edad, cincuenta y dos años, no padece ninguna enfermedad. Pero ahora el hombre que se encuentra aquí se ve como alguien mucho más grande y derrotado.

—Yo sí sabía —confiesa y voltea a verme con una mueca de vergüenza.

Lo comprendo enseguida y me siento en la cama porque sé que es hora de hablar con la verdad.

—¿Cómo dices? —le pregunto para que lo diga por segunda vez.

Luis resopla lento.

—Que yo si sabía lo de la fiesta. Estela me lo confesó ese mismo día.

Mi interior vibra. Me consideraba una madre presente, pero comienzo a creer que no es así.

—¡Ahora resulta que todos sabían, menos yo! —Estoy enojada y casi lo digo gritando.

Él no se altera, él casi nunca se altera, tiene una paciencia envidiable que yo nunca tendré.

—Le daba miedo decirte. Se sentía muy mal porque ella no quería tomar, pero sus amigas la convencieron. No quería decepcionarte.

—¿Sus amigas? ¿No fue Santiago?

—Dijo que sus amigas fueron las que la convencieron de ir y luego le insistieron en tomar. —Se gira para verme de frente—. Mira, Rita, no es pecado. ¿Cuántas veces nosotros no hicimos esas cosas? Acuérdate. Nos saltábamos clases para comprar cervezas, y hasta probamos la marihuana. ¿Y nuestros hijos? Sus primeras borracheras fueron de más jóvenes que ella.

Rememoro por un breve momento aquellos tiempos en los que hacíamos locuras. La juventud te hace ver todo más sencillo.

—¡Eso no es lo que me molesta! ¿Por qué a mí no me lo dijo nadie? Tal vez en esa fiesta sucedió algo que tenga que ver con todo esto que nos está pasando…

—Yo no creo eso, pero podemos preguntar a los que asistieron.

Pienso un instante.

—El detective se va a encargar de hacerlo, yo misma le diré. Me comentó que mañana temprano empezará a interrogar a las amigas. En este momento está recorriendo las calles cercanas con sus ayudantes. Creo que buscan pistas.

Luis se queda viendo hacia la pared.

—O un cadá...

—Ni siquiera lo digas —lo interrumpo de golpe, me pongo de pie y aviento la colcha con la que me cubría. Solo pensarlo me sobresalta.

El pesimismo de mi esposo es decepcionante.

—¿Tanto confías en él?

Su expresión triste hace volcar mis sentimientos y entran las ganas de llorar.

—Tenemos que hacerlo, es la única opción con la que contamos.

—Debemos estar conscientes de que es una posibilidad. —Respira hondo, su mirada de cristal lo delata y también se pone de pie para encararme.

Sé que quiere decirme algo importante porque toma mis manos entre las suyas, luego empieza a hablar con una voz que ya no parece la suya, es átona, y a mí me provoca desagrado:

—Te va a parecer una locura, pero ya no la siento aquí, en este mundo —lo dice melancólico—. Es difícil de explicar, pero ya no… —Niega—, no está.

Una lágrima sale de su ojo derecho y con eso quiebra mi corazón. ¡No quiero creerlo, no estoy dispuesta a pensar que mi hija está muerta y deseo poder hacerlo entrar en razón!

—Es porque estás desesperado, así como yo. —Siento que mis ojos se humedecen—. Tengamos fe, Luis. La necesito.

Él se da cuenta que estoy muy afectada y me abraza. La conversación termina con eso.

—Lo haré —susurra y nos vamos a la cama a intentar dormir sin decir una palabra más.

Hemos dejado gran parte del trabajo a los investigadores. Sus servicios costarán nuestros ahorros, pero en estos momentos el dinero es lo menos importante.

 

Logro cerrar los ojos por más de cuatro horas. Al despertar ya es imposible volver a conciliar el sueño. Me observo rápido en el espejo del baño. Las ojeras hacen de las suyas, pero es lo último que me importa.

Salgo a tomar un café porque todos los demás siguen durmiendo.

La cocina huele a ella, a su pastel de limón que tanto le gusta hacer, a la vainilla que derramó sobre el mantel y jamás se fue. Esta es la clase de pesadillas que sí asesinan. ¡No!, no son las de las películas de fantasía y terror que aman ver mis hijos y de las cuales huyo en cuanto puedo. El miedo que provoca un monstruo queda eclipsado por el terrible miedo de perder a un hijo.




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