NUEVE DÍAS DESAPARECIDA.
Tocan la puerta a las dos de la madrugada. Dormimos sin caer en el sueño profundo. ¿Qué padre puede descansar de verdad cuando tiene la cama de un hijo vacía?
Por eso, cuando suena el timbre, Pablo sale corriendo a atender el llamado. Lo sé porque reconozco sus pisadas aceleradas y veo su espalda al abrir la puerta de nuestra habitación. Salgo a alcanzarlo. La urgencia vuelve a nublarme la cabeza. Esa urgencia que no se va, ni da tregua.
Llevo puesta ropa cómoda, pero no es para dormir. Estamos preparados por si ocurre algo y la hora no importa.
Mi hermano Edmundo es quien entra rápido a la casa. Suda, aunque la noche está fresca.
—Rita —me nombra en cuanto me ve. Su voz grave nos avisa que viene algo malo—. Encontraron un cuerpo. Es de una muchacha… con las características de Abigaíl.
El estómago se me revuelve y quiero sacarlo todo.
—¿Dónde? ¿Cómo sabes? —apenas logro preguntarle. Lo apunto. A veces mi cuerpo se mueve sin mi permiso. Expresa lo que soy incapaz de externar.
—En el canal de agua —suelta, observándome afectado—. Me lo informaron, solo eso te puedo decir. Abren a las ocho de la mañana. Deben ir a reconocerla. Puede ser ella.
—¡Mamá! —chilla Pablo y se prensa a mi brazo como un niño. Tiene el rostro descompuesto y sus ojos se enrojecen rápido.
Por ese instante, mi hijo vuelve a ser mi pequeño que siente miedo.
Le acaricio su brazo para consolarlo.
Luis, Eduardo, Eleonor y Alma, ellas dos han vuelto a acompañarnos, se nos unen y casi puedo escuchar los latidos veloces de cada uno.
Edmundo les repite lo que me ha dicho.
—¿Por qué tus zapatos tienen tanto lodo? —le pregunto cuando bajo la vista para poder aclarar mis pensamientos.
No solo los zapatos tienen una capa gruesa de tierra, también la orilla de su pantalón, y lleva polvo en el cabello.
—La estuve buscando —confiesa y al mismo tiempo muestra las palmas de las manos.
La piel se le ha levantado y veo unas finas líneas de sangre.
—¿Dónde? —lo interroga Luis.
—En los terrenos baldíos cercanos. —Hace una breve pausa desesperante—. ¡Cavé en la tierra!
—¿Por qué en la tierra? —Necesito saberlo. No lo comprendo, o me niego a hacerlo. Doy un paso hacia adelante y alcanzo sus hombros para que me lo diga—. ¿Por qué en la tierra, Edmundo? —sueno agresiva.
Su mirada que desvía y que siempre fue severa, ahora parece cristalina.
—Porque es el único lugar donde nadie busca.
La frase causa que un frío corra por todo mi ser y me da una violenta sacudida que duele, lastima impía.
—Quédate a dormir —le ofrezco. Lo necesito a mi lado—. Date un baño y mañana acompáñanos. Te lo pido de favor.
Eleonor se apresura a acomodar el sillón de la sala para que él duerma.
Mis hijos buscan la ropa más grande que tienen para prestársela.
Eduardo es el menos delgado, así que le entrega un par de prendas.
Las luces se apagan, pero esta noche, como todas las anteriores, sé que ninguno logrará descansar.
Me levanto temprano y permanezco más de una hora sentada en el sillón, ya lista para salir y con las ojeras más negras que nunca, solo las disimulé un poco con maquillaje. Me cubro con un chal que Abi me regaló hace dos años, hace que me sienta un poco mejor.
—Vamos —pide mi esposo, faltando cuarenta minutos para las ocho.
Queremos estar allí en cuanto abran.
A Luis lo he notado distinto desde que nuestra hija no está, como si una parte de él se hubiera ido con ella. A veces solo se queda viendo callado la pared. Puede que sea su manera de protegerse, pero reconozco que comienza a asustarme.
Me levanto, obligándome a hacerlo, doy un largo respiro y salimos.
Nos subimos al coche. Esta vez Pablo y Eduardo se niegan a quedarse, así que los dejamos meterse en la parte trasera.
Mis primas van con Edmundo. También quieren ir. Me conmueve su empatía.
El transcurso inicia.
Escucho a Eduardo sollozando en la parte de atrás y veo por el retrovisor que Pablo solo mira por la ventana; pienso que con eso toma valor.
—Hijos —les hablo, haciendo un enorme esfuerzo para que mi voz no se quiebre—. Si es ella…
—Pero… —me interrumpe Eduardo.
Luis levanta una mano para silenciarlo.
—Si es ella —continuo—, el mundo que conocemos terminará. Todo va a cambiar para siempre, pero al menos sabremos dónde está, y eso nos dará paz.
A pesar de lo que sale de mi boca, lo único que deseo es que esa difunta no sea mi Abi, pero las madres tenemos que mentir de vez en cuando para aminorar el sufrimiento de nuestros hijos.
Durante el trayecto, cada uno se mantiene inmerso en sus pensamientos. Cada uno reza a su manera y mantiene la fe, aunque se vaya esfumando con las horas que pasan.