Incorrupta

XII

DOCE DÍAS DESAPARECIDA.

 

Ni siquiera tomo en cuenta los pasos de la persona que se acerca. El café que pedí por mero compromiso es puesto sobre el mantel de bambú. Solicito azúcar extra. La mesera se va. Cuando estoy a solas con la invitada que tengo enfrente, comienzo:

—Te cité aquí porque quiero que hablemos —le digo con toda la tranquilidad que me es posible mostrar.

Ella mueve en círculos su cuchara sobre el líquido caliente.

—Sí, señora. Dígame cómo puedo ayudarla —me responde Sherlyn. Su inocente apariencia ahora se siente como una máscara que puede resultar perfecta si guardas maldad en el interior.

Le pedí que nos viéramos en una cafetería cercana a su casa. No sé si les dijo a sus padres, pero la han dejado venir sola.

Antes, me toco el pecho.

—Voy a hacerte una pregunta con el corazón en la mano, como la madre desesperada que soy. —Tomo aire para no flaquear, luego sigo y pongo todo de mí para conmoverla—: ¿Qué sabes de mi hija? Dime la verdad. ¿Sabes dónde está? No habrá problemas si sabes qué le pasó, si se fue por gusto… o si pelearon y se salió de control. Lo que sea, pero, por favor, dímelo.

Sherlyn ni siquiera se inmuta. Me observa confiada y procede a responder:

—Señora, no sé nada. La última vez que la vi fue en la escuela, a la salida. Nos despedimos y desde entonces estoy igual que usted. Me duele mucho todo esto. Ojalá pudiera ayudar más.

Hay una reunión de seis personas cerca de nosotros, conversan con gran emoción y sus voces y risas aumentan de intensidad. En otros tiempos me habrían molestado, pero presto toda la atención a las expresiones de Sherlyn. Quiero encontrar en ella la duda, la vacilación, el miedo, aunque sea fugaz…

Vi venir lo que dice, ya lo tenía previsto, así que suelto el anzuelo:

—¿Es verdad que te besaste con su novio? —En cuanto lo digo la veo asentir, avergonzada—. ¿Por qué?

Sherlyn cambia de postura, se mueve a un lado, sus hombros se encorvan. Ni siquiera es capaz de verme a los ojos. Se mantiene con la cabeza inclinada hacia la mesa. Revuelve su café, pero no le da ni un sorbo.

—Es… Estábamos… mareados los dos —dice en voz baja—. ¡Fue una tontería! Pero yo le pedí a Abi que me perdonara y todo terminó bien.

—¿Santiago te gusta? —una interrogante innecesaria, pero sale sin más.

—¡No! Claro que no. —Abre los ojos de par en par cuando lo dice.

Puedo asegurar que se siente ofendida.

Lucho por relajarme, debo hacerlo. Respiro hondo y vuelvo a ver a la joven. Uso una voz más cálida para renovar la confianza.

—Dime, ¿sabes si él maltrataba a mi hija?

Ella se queda con la vista perdida, como cuando se tiene una lucha interna, hasta que por fin sus labios se separan:

—Maltratarla no, pero sí es muy celoso y supimos que la engañó con una de primer año. Todos los sabían, menos Abi.

Me convenzo de que la charla no me llevará a ningún lado y le doy la última oportunidad. Pongo mi mano sobre la suya, quiero que sepa que estoy dispuesta a perdonar lo que sea.

—¿Me juras que no sabes nada de Abigaíl? —susurro y una lágrima se escapa de mi ojo izquierdo por todos los sentimientos que buscan emerger.

—No —pronuncia firme.

¡Ya está! No podré obtener nada útil.

—Gracias por tu ayuda.

Es hora de retirarme del lugar.

Nos despedimos cordiales.

Cada una se va por su lado y yo tomo un taxi a casa.

El detective irá a la una de la tarde para darnos su informe sobre la investigación.

Nadie sabe de la reunión que he tenido y pienso mantenerlo en secreto.

A partir de aquí, si Sherlyn resulta implicada, no habrá misericordia en mí. Si mintió, desaprovechó la valiosa oferta que le di.

Apenas llego, me tiro en el sillón. Los zapatos que tengo puestos son de verdad incómodos. De pronto el pasado me ataca como espectro agazapado que se abalanza cuando cierro los ojos.

En mi sueño revivo el momento en que mi pequeña hija entró a hurtadillas a mi recámara oscura. Apenas tenía cinco años y creyó que no la vi porque yo estaba sobre la cama con los ojos cerrados. Con el mayor cuidado que una niñita puede tener, dejó una hoja doblada sobre la mesita de noche y se fue corriendo. Desanimada, rota, lancé mi mano hacia el papel y lo abrí. No olvido que las lágrimas empezaron a salir porque lo que vi fue una suave caricia en el alma destrozada. Abi me hizo un hermoso dibujo. Sabía que ella me vio llorando varias veces por mi madre que falleció dos meses atrás. Con su arte infantil nos plasmó a las dos, sentadas sobre el sillón que tanto le gustaba a mi madre, allí donde bebíamos té y platicábamos sobre lo que se nos ocurriera. ¡La extrañaba tanto! Fue su tierno regalo el que me dio el valor para por fin levantarme de la cama y continuar. Nunca le dije lo importante que fue su detalle.

El aroma de una salsa pica mi nariz y regreso al presente. Mi nuera Natalia es una buena cocinera y ha hecho el enorme favor de preparar la comida que dejé de hacer desde que Abi no está.




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