DOCE DÍAS DESAPARECIDA.
Una hora después en la que experimento una terrible sensación como si una aguja se enterrara lenta en mi pecho, salen mis tres hijos. Noto en sus caras una sombra inexplicable y deja en evidencia la confusión que sufren.
Yo estoy aterrada, pero respiro y me levanto lo más firme que puedo.
Eduardo es el primero en acercarse a nosotros. Él sujeta mis codos. Su mirada enrojecida me indica que se siente herido.
—¿Sí está? —pregunta nerviosa Eleonor.
Eduardo niega con un leve movimiento de cabeza.
Cierro fuerte los ojos. Lo último que cualquier madre quiere saber es que su hija pasa un infierno así.
—No, Abi no se encuentra ahí. —Está a nada de quebrarse—. Pero, mamá, ¡hay hasta niñas! ¡Tan pequeñas! Mujeres perdidas a las que seguro las siguen buscando y que tal vez nunca van a rescatar —lo último sale con voz temblorosa.
—Lo sé, hijo, lo sé —lo consuelo.
Es casi seguro que por lo que vio Eduardo tenga pesadillas por días o hasta meses. Ya no es mi niño al que puedo alejarle los terrores, pero puedo darle mi hombro por si lo necesita. Aunque lo entiendo, hasta la persona más dura se quebraría en tal situación.
Mis tres amores me abrazan. Sé que necesitan a su madre.
Yo los abrazo también.
Luis y mis primas nos observan conmovidos.
No me importa que los desconocidos que rondan la oficina nos juzguen. Esa unión me reconforta tanto como a ellos, o quizá más, y decido que ya ha sido suficiente. ¡Debemos tomar acciones más drásticas! Los noticieros ponen su atención en chismes de la farándula o solo en los casos que generan ruido. Ruido quieren, ruido tendrán. ¡Doce días ya han sido demasiados!
Leonardo sale del cubículo cinco minutos después junto con otro de sus compañeros. Lleva una carpeta amarilla en las manos. Se ve preocupado y ya reconozco su movimiento de cabeza medio inclinada cuando debe decir algo difícil.
Se acerca a nosotros.
Luis se pone a mi lado.
—Me dice mi ayudante que tiene información nueva.
—¿Qué es? —lo cuestiona apresurado mi esposo—. ¡Dígala ya!
—Le encargué que revisara las rutinas de Abigaíl. Después de varios repasos confirmó una actividad sospechosa.
—¿Actividad? Sea directo, por favor —continúa Luis—. Ella no iba a clases extras, solo salía con sus amigas o su novio, y de allí a la casa.
Leonardo respira discreto.
—Se comprobó que su hija frecuentaba un día a la semana, o a veces dos, una colonia… digámosle, poco segura, y se relacionaba con unos jóvenes callejeros que son conocidos por consumir drogas.
—¡Su ayudante se equivoca! —intervengo molesta. Mi voz sale más alta y siento que Alma aprieta mi brazo—. Ella jamás haría esas cosas y menos sin permiso. ¿Está insinuando que se drogaba con esos… jóvenes?
El detective alza la mano frente a nosotros para que le prestemos atención.
—Tengo el nombre de la calle y las características de los adolescentes con los que se juntaba. —Agita la carpeta—. Voy a ir a buscarlos ahora mismo para interrogarlos.
Con el nuevo hallazgo hay tantas teorías formándose en mi cabeza que la muevo de lado a lado para liberarme de ellas. En realidad, me asustan. Es como si no conociera a mi hija.
—¿Quiero ir? —me apresuro a decirle. De ninguna manera me lo voy a perder. Necesito saber si lo que yo considero una injuria es real.
—Esta vez es mejor que vaya solo —responde serio el detective—. Es una zona peligrosa.
—Creo que no me entendió. No le estoy preguntando si puedo ir.
Sé que él está en desacuerdo, pero no me debate y solo asiente.
—Traeré a Bertha.
Leonardo se retira.
En cuanto volteo a ver a Luis me percato de que se ve muy pálido y su pierna derecha tambalea.
—Rita, estoy un poco mareado.
José Luis se le acerca de inmediato para sostenerlo. Le ayuda a sentarse sobre el sillón donde antes estuvimos esperando y procede a revisarlo.
—Debemos llevarte al hospital para ver si es necesario que te internen —comenta mi hijo. Si él considera que es necesario ir a uno, es porque de verdad lo ve mal.
—Ni loco me quedo en un hospital. Luis trata de levantarse, pero no puede—. Es por todas las emociones de estos días. Estaré bien, hijo, ya verás.
José Luis se para frente a mí. Se ve preocupado y molesto al mismo tiempo.
—Comprendo perfecto que esta horrible situación exige tiempo, esfuerzo y que es desgastante. Me duele en el alma que mi hermana esté desaparecida, pero ¿creen que no me he dado cuenta que apenas duermen y comen? Si lo que quieren es matarse lento, van por buen camino.
—Lleva a tu padre al médico —le ordeno sin más. No estoy abierta a discusiones de ese tipo—. Los alcanzaré allá. No tardo.