Incorrupta

XV

CATORCE DÍAS DESAPARECIDA

 

Desperté agitada. He tenido una terrible pesadilla de la que me urgía salir. En ella volví a ver aquel cuerpo de la morgue, pero en lugar de la hija de esa pobre mujer que la reconoció, era el rostro de Abigaíl el que tenía enfrente, ya necrosado y sin su brillo, ese hermoso resplandor de su lozana piel morena, tan único para mí.

Se me ha quitado el sueño. Son apenas las cinco de la mañana. Elijo tomar un café para despejar la mente. En estas circunstancias ya no es posible volver a conciliar el sueño, ni quiero.

La casa a solas eriza mi piel. Los demás duermen mientras yo me mantengo sentada en la silla del desayunador. Pienso en la forma de reunir a más madres que tengan la urgente necesidad de que nos vean, de que los demás noten nuestra desesperación, nuestro miedo, nuestro dolor.

Sin la ayuda de Leonardo será más difícil. Él tiene la información, pero no cuenta con el permiso para dármela. Meterlo en problemas no es opción. Ya se me ocurrirá algo, aunque debe ser a la brevedad.

Hoy se cumplen catorce terribles días desde que Abigaíl se fue. Los investigadores dicen que “se esfumó”. No encuentran pistas más allá de una bolsa y el retrato hablado de un hombre que en mi vida he visto. ¿Qué relación tiene ese sujeto con la desaparición de mi hija? Desde que vi el dibujo no lo puedo sacar de mi mente. Lo imagino haciéndole daño a mi pequeña, haciéndola llorar, hiriéndola. Y sufro, sufro tanto que siento cómo la presión en mi cuerpo aumenta y me hace marear. Por eso Luis luce así de afectado. Seguro su imaginación no para, porque él sigue empeñado en creer que nuestra hija murió. Supongo que repite en la cabeza los que él cree que fueron sus últimos minutos. Y tal vez sí, mi hija sí murió. Quizá esa sería la mejor noticia si la comparamos con la posibilidad de que esté siendo ultrajada día y noche por uno o varios desconocidos que solo la ven como un objeto… ¡Basta! ¡Que esos pensamientos se vayan, por favor!

Durante la infancia de Abigaíl traté de que no llorara tanto. Me rompía el corazón verle los ojitos enrojecidos y la carita contraída. La cargaba en brazos hasta que se calmaba. Fue mi último bebé, mi dulce y delicada niñita. Ahora resulta que hasta el mismo novio que creí buena persona la hacía derramar de esas lágrimas que tanto evité que soltara. Santiago nos debe una buena explicación al respecto.

Apenas dan las siete y el teléfono de la casa suena. Es el detective Medina. Dice que ha estado llamándome al celular, pero no lo tengo cerca.

Está a media hora de camino de mi casa. Va a recogerme solo a mí. Dice que quiere enseñarme una cosa. Que no diera detalles me estremece. Su seriedad me confunde tanto. No sé si está guardando una mala o una buena noticia.

Respiro hondo. Es necesario relajarme.

Me preparo sin hacer ruido.

Es domingo y Luis duerme profundo con las pastillas que nuestro hijo le dio.

Roberto se levanta antes de que me marche, pero solo le aviso que debo ir con el detective a un mandado.

Salgo de la casa antes de que Leonardo llegue para evitar más cuestionamientos. Una de mis vecinas, doña Cleo, salió a barrer su banqueta. Solo me saluda cortés y sigue con su escoba. Su mirada de reojo me avisa que está al pendiente de lo hago.

Sigo sin creer que ninguna de estas mujeres chismosas que nos rodean haya visto nada el día en que mi hija desapareció. A estas alturas ya desconfío de cualquiera. Incluso esa inocente señora de más de sesenta años pudo ser cómplice de algún desgraciado…

El detective demora unos cinco o seis minutos más en llegar. Luce apurado. Enseguida se baja para hablarme:

—Señora Valdés, tengo algo que mostrarle. —Abre la puerta del copiloto—. ¿Vamos?

Mi corazón brincotea por la expectativa.

Durante el trayecto, el detective no añade más y eso empeora mis nervios.

Conozco el rumbo por el que vamos. Él se dirige a las oficinas de la agencia donde trabaja.

Comienzo a dejar libre mis peores miedos.

—No logré olvidar lo que me pidió —dice por fin.

Estamos a punto de llegar.

—¿Lo de las otras madres? —necesito confirmar.

Leonardo asiente.

Sigue manejando hacia la agencia, pero en la esquina da vuelta. Detiene el coche y me observa.

—Mi contrato no me permite dar datos privados de los clientes, usted entiende. —A pesar de sus palabras, noto una media sonrisa—, pero siempre hay opciones.

De pronto, clava su mirada hacia el frente.

Giro la cabeza ¡y lo veo! Hay un espectacular justo ahí. Es grande, tanto como la pared de una casa. Debió costarle una cantidad importante.

—Esta calle es paso obligado para ir a las oficinas. —Su sonrisa se extiende—. Estoy de acuerdo en eso de que la unión hace la fuerza. —Suspira complacido—. Nuestros clientes lo verán, se lo garantizo.

Leo de nuevo el espectacular. Dice en letras grandes: “Si tienes a un ser querido desaparecido, contáctame”. Así, sin más detalles. Debajo tiene añadido un número de teléfono que desconozco.




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