Incorrupta

XVI

DIECISÉIS DÍAS DESAPARECIDA

 

La llamada que tuve con Susana, así se llama la madre que marcó, me ha dejado pensativa. Duró poco más de tres minutos y sentí que “conectamos”. Ella perdió a su hijo, se llama Ramón y tiene diecinueve años. Pasó después de que fue a una entrevista de trabajo cinco meses atrás. Nunca regresó. Desde entonces Susana no supo nada sobre su hijo, ni siquiera recibió una llamada pidiendo dinero o de él dándole sus motivos para irse. Hasta la fecha la información que ha obtenido por medio de investigadores privados es que, quizá, el muchacho fue llevado contra su voluntad para ser “enlistado” en el crimen organizado. La fiscalía en la que denunció le repite que su hijo se fue por rebelde o por estar metido en los vicios. Lo que Susana pide, igual que yo, es que no dejen de buscarlo. Sigue convencida de que va a encontrarlo.

La familia se reúne por la tarde. José Luis parece triste. Nos avisa que es hora de que se regrese a su casa, su trabajo lo espera. Lo observo fijo, sé que no quiere marcharse, pero lo incito a que lo haga. Dejarlo sin su sustento estable sería un error.

Llega el jueves ocho de junio. Abigaíl cumple dieciocho días de desaparecida. A todos mis hijos les duele mucho su ausencia. José Luis no es la excepción. Él se fue a hacer sus prácticas al norte cuando Abi tenía solo diez años y ya no regresó porque lo contrataron, por eso no convivieron tanto como hubiera querido. Aun así, la quiere igual que mis otros hijos. Siento en él un amor paternal que todavía no logra descargar. En mis rezos está que pronto puedan concebir como tanto desean.

Natalia es una mujercita preciosa con piel clara y cabello castaño. A veces me imagino cómo será la combinación de los dos.

Después de comer llega la hora de despedirnos.

José Luis se lleva varios carteles para pegarlos en los alrededores del aeropuerto.

Sé que no va a dejar de buscar a su hermana a pesar de la distancia.

—Hijo mío. —Sujeto su rostro. Es más alto que yo y debo ponerme de puntitas—, te voy a extrañar mucho, y a Natalia más. —Sonrío. Ella de verdad es una buena esposa y nuera.

La compañía de los dos me reconfortó.

—Nosotros también los vamos a extrañar —se apresura a responder Natalia.

Abrazo a los dos.

Luis se despide de mano, aunque noto que por igual le pesa la despedida.

Mis otros hijos tienen sus propios estilos de decirle “hasta luego” a su hermano mayor. Una palmada en la espalda, un chiste, un deseo sincero… Cada uno es tan distinto.

—Espero que en la próxima visita que nos hagan ya estemos todos reunidos —con esa esperanza se me seca la garganta. Duele recordar que me falta uno.

A José Luis se le humedecen los ojos. Su fortaleza tambalea.

Me acerco para persignarlo.

—Sé que sí, mamá. —Baja la voz para decir lo que sigue—: Y dile a mi papá que tiene que seguir yendo a las consultas con el doctor Bahena. Lo dejé recomendado. Es un buen internista.

Ese comentario me descoloca. Luis no me dijo de ninguna consulta.

—¿Internista? —De reojo observo a Luis—. ¿Tan mal lo ves?

Mi hijo se apresura a responder:

—Es por prevención. No te preocupes. Pero oblígalo a ir si no quiere.

—Te prometo que lo haré. —Aunque lo lleve a rastras, cumpliré esa promesa. Mi esposo debe estar sano y fuerte.

Luis, Eduardo y Pablo se van en el carro para dejarlos en el aeropuerto.

Siempre me arrepentiré de la corta despedida que le di a Abigaíl el día en que se fue. Solo recuerdo su vestido azul ondeando, su espalda delgada y su cabello suelto moviéndose, pero no recuerdo si sonrió, tampoco tengo presente el olor de su perfume o si sus manos estaban frías como solía tenerlas.

Por eso, me grabo cada detalle que puedo de la despedida de José. Nunca sabemos cuándo será la última vez, ahora lo tengo claro.

El miércoles y parte del día de hoy recibí varias llamadas al teléfono que me dio el detective. A todos los invité a reunirnos frente a la Secretaría de Gobernación en lunes a las ocho de la mañana. Algunos aceptaron enseguida, otros lo van a pensar. Solo deseo poder juntar una cantidad de personas que logre ser una molestia para los que miran por las ventanas.

El teléfono de la casa timbra a las cinco de la tarde. Atiende Eduardo, pero me pasa la bocina. Es el director de la escuela donde trabajo.

Han pasado tantas cosas en tan poco tiempo que dejé mis responsabilidades de lado.

El director me recuerda que mi permiso terminó y quiere saber si me presentaré el lunes. Estamos a finales de curso y no puedo seguir faltando.

Le pido un día más sin goce de sueldo.

Él acepta. Es un hombre comprensible, para mi buena suerte.

—El martes ya me presento —aseguro desanimada antes de colgar.

Volver a mis actividades no parece ser real, pero tiene que ser así.

Al pensar en mis estudiantes, de pronto, me surge la inquietud de saber cómo sigue Santiago. Tomo la decisión de ir mañana viernes a la escuela con la excusa de pegar más carteles y de paso averiguarlo.




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