Incorrupta

XVIII

TREINTA Y UN DÍAS DESAPARECIDA.

 

El escándalo que hago es tan grande que despierto a Pablo y a Luis.

Mis primas se encuentran en sus respectivos hogares, pero hoy sí odio que no estén, que falte su apoyo, sus manos para sostenerme, sus palabras de aliento…

Apenas termino de contarles lo de la horrenda llamada, con gran esfuerzo, Pablo sale de la habitación. No sé por qué, pero lo persigo. Lo veo marcando el teléfono. Está en serio afectado, lo sé por cómo tartamudea cuando nombra a su tío Edmundo.

Luis elige también contactar al detective Leonardo. Él ha dicho en reiteradas ocasiones que la hora no importa si obtenemos información de importancia, y esta es información de importancia, sin duda.

Quisiera tener la habilidad de teletransportarme a ese lugar para quitarme la terrible angustia que me asesina.

Mi hermano llega en un santiamén. Incluso logro escuchar cuando frena de golpe frente a la casa.

—¿Qué pasó? —le pregunta a Luis porque él le abrió la puerta—. ¿La encontraron?

Los ojos de mi hermano demuestran esperanza. Pronto esa esperanza se borra cuando mi esposo le narra lo que pasó.

Unos diez minutos más tarde tocan la puerta. Resulta ser Leonardo. Se nota que se vistió a prisa porque lleva un poco arrugada la camisa azul oscuro.

También a él le dan los mismos detalles. El detective solo escucha pensativo.

Yo sigo sin poder hablar. Permanezco sentada en la sala con mi hijo a un lado rogándome para que tome un té que hizo.

Los demás hombres se quedan de pie.

—Opino que vayamos en cuanto empiece a aclararse el cielo —propone Edmundo—

. Voy a decirle a unos amigos que nos acompañen. Rita —gira a verme—, es mejor que te quedes.

Tomo aire, dispuesta a rebatirle, pero Luis interviene.

—Mejor llamamos a la policía.

Leonardo niega.

—Recomiendo llevar solo agentes privados. A veces la policía encubre a gente que no debería —eso lo dice con un deje de decepción evidente.

—Mis cuates son mejor opción… —Edmundo sigue convencido de que los criminales con los que se lleva nos pueden ayudar.

¡Tengo que tomar una decisión ya! En mi mente imagino cada uno de los escenarios. ¿En quién sí es aceptable confiar? Difícil de responder, pero no es necesario darle tantas vueltas para saber cuál es la opción menos peligrosa.

—Los agentes privados. Es… —vacilo un segundo—, es lo que quiero.

Luis asiente. Sé que está de verdad de acuerdo por la expresión que tiene.

El detective Medina no lo duda y saca enseguida su teléfono.

Mi hermano solo rechina los dientes.

Aguardar hasta que los primeros rayos de sol se noten es desesperante.

Los agentes que Leonardo solicitó esperan una calle arriba para no llamar la atención de los vecinos.

Nos disponemos a salir a las seis con cuatro minutos de la mañana.

Edmundo me detiene con la mano antes de que avance hacia la puerta.

—¿Dónde tienes la pala? —pregunta serio.

—¿Qué pala?

Él resopla.

—La pala, Rita. La que el cabrón ese te dijo que lleváramos.

¡Pierdo el aire! Es cierto, fue una petición explícita del hombre del teléfono.

—Atrás. —Apunto un tanto anonadada—. En el tragaluz.

Mi hermano va hacia allá. Regresa un par de minutos después con el pico y la pala que tenemos.

Verlo con esas herramientas me desgarra por dentro.

Es muy posible que lo que vamos a encontrar es un cadáver. Nada ni nadie te prepara para una cosa así.

Intento alejar los malos pensamientos o comenzará a amenazarme la locura.

En esta ocasión nos vamos todos juntos en el carro de Edmundo.

Tuve que obligar a Pablo para que se quedara en casa. De ninguna manera planeo poner su vida en riesgo.

El detective va rápido a su carro y regresa para subirse en el asiento del copiloto.

Él y mi hermano hablan poco durante el trayecto.

Creo que no se caen bien, por alguna razón.

No me interesa ponerme a indagar los motivos de ninguno de los dos. Yo solo quiero llegar a ese lugar que el sujeto mencionó.

Ni siquiera mido el tiempo que demoramos, pero cuando Edmundo menciona que estamos cerca suelto un respiro. Es de un alivio que pronto se transforma en miedo.

Una vez que se estaciona debajo de un alto árbol de copa ancha, observo despacio a mi alrededor.

Las pocas casas que hay están lejos y separadas por amplios pedazos de terreno.

—Primero bajo yo y cuando sepamos que no hay peligro, les haré una seña. —Leonardo saca a Bertha, le quita el seguro y abre cuidadoso la puerta del carro.




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