Incorrupta

XIX

CUARENTA DÍAS DESAPARECIDA

 

Durante estos nueve oscuros días, Luis se ha sentido mal por la noche. Creo que es más por el impacto de lo que vimos. A cualquiera le deja malestares el estar en presencia de cuerpos en descomposición, cuerpos de personas que otros tenían fe de encontrar con vida.

Es ya viernes treinta de junio. El fin de cursos está cerca. A Luis le quedan solo cuatro días de clases, después podrá descansar. Eso me alivia. Lo llevaré a sus consultas sin falta para que le hagan un examen completo. Mientras duerme veo que le cuesta respirar, y cuando está despierto sus inhalaciones son más ruidosas de lo normal. Es mejor ser exagerados, como dice José Luis.

Eleonor ha traído panquecitos de harina de arroz. Sabe que son de mis favoritos.

Estoy sola en casa y decido hacer un chocolate para acompañarlos.

Ambas nos sentamos en el desayunador.

Ella y Alma fueron mis mejores amigas en la niñez, soy afortunada de que seamos familia también.

Esa confianza les da la oportunidad de no guardarse sus pensamientos.

—Quiero juntar a otras madres para que sigamos buscando —le cuento a Eleonor.

Lo pensé ya demasiado, ¡es tiempo de actuar! Leonardo opina que no es mala idea, solo debemos tener nuestras precauciones. Ojalá supiera con detalles a lo que se refiere con “nuestras precauciones”.

Eleonor le da un trago al chocolate.

—Es una buena idea —dice segura.

—¿Lo crees? Edmundo también está de acuerdo, pero Luis…

Bajo la vista hacia el granito blanco de la barra.

—Perdóname que te lo diga, prima —la voz de Eleonor suena más baja—, pero Luis es un blandengue. Está resignado a perder a su hija. No sabes las ganas que me dan de meterle sus cachetadas cada que se pone de pesimista.

Suspiro.

Ella tiene un poco de razón.

Mi adorado esposo no se preocupa por ocultar su sentir ante los demás.

—Para él Estela es su adoración. Se siente devastado, es eso —intento justificarlo porque es verdad. Abigaíl fue y será siempre su favorita, aunque no vuelva.

—Devastado o no, él tiene la obligación de estar al pie del cañón en la búsqueda.

Contemplo mi taza color verde menta.

En ese preciso instante llega a mí un recuerdo. Enseguida hilo una similitud.

—¿Te acuerdas del almendro que tenía la tía Josefa en su casa? —le pregunto.

La tía Josefa nos quiso a todos los sobrinos. Su casa era grande y nos encantaba ir allí a jugar en su patio por lo amplio que era.

Mi prima asiente.

—Al lado había otro pequeño almendro que creció años después de que lo plantaron —prosigo.

Me doy cuenta de que Eleonor luce confundida, pero pronto sé que retrocede a ese añorado pasado.

—Sí, me acuerdo. Era alto y con muchas hojas. Hacía tanta basura que la tía mentaba madres cuando barría.

Las dos reímos.

Incluso creo que respiro ese mismo aroma del ayer, siento el aire chocar contra mi cara, el sol ilumina todo, saboreo las comidas que ya no volverán jamás…

—Al final, mandó quitar al árbol chico porque dijo que ya tenía mucho con uno. —Mi sonrisa se borra de golpe—. Desde ese día, me di cuenta de que el almendro grande empezó a perder su vida. —Noto que Eleonor no logra encontrar esa memoria—. Fue despacio, por eso algunos no se dieron cuenta, pero como me gustaba acostarme en la hamaca que estaba colgada ahí, veía cada cambio del árbol.

Mi prima abre más los ojos.

—¡Ya me acordé que se secó!

—Sí. —Quedo pensativa un segundo—. Primero se le fue el color, luego sus hojas dejaron de ser abundantes, después las ramas se volvieron frágiles, hasta que le llegó la hora al tronco. Ya no se podía colgar la hamaca ahí, dejó de ser resistente. —Una lágrima por el árbol aparece en mi ojo derecho—. Así me siento yo, y sé que Luis también. Esto nos está afectando en todas sus formas. —Coloco los dedos en puño sobre el vientre—, viene desde aquí. Duele, quita el aire, nos hace perder la noción de la realidad. Es una pena que te pudre. Nos está secando. —Resisto que esa lágrima salga, aunque la voz me falla—. Por eso comprendo a Luis. Él permite que los demás se den cuenta de cómo está. Yo no, pero estoy igual de mal. —Me encojo de hombros.

La mano de mi prima sujeta la mía.

—Tengamos fe, Rita. Confío en que Abi regresará. Se lo pido todas las noches a Dios y a la Morenita[1].

Ahí viene otra vez el apretado nudo en la garganta.

—Ojalá te oigan —alcanzo a decir apenas.

Preferimos cambiar de tema. Ya he llorado suficiente esta semana.

Tener su compañía y una conversación banal sirve de ayuda para seguir de pie.

 

Durante la noche pienso en las contadas veces que fui a la Basílica de Guadalupe. Que Eleonor mencionara a la Virgen reavivó mis ganas de ir a verla para pedirle, implorarle, que actúe como mediadora para que mi hija sea encontrada.




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