Incorrupta

XXI

DOS MESES DESAPARECIDA.

 

La esperanza que mantengo se esfuma cuando Leonardo me comunica que, a pesar de los métodos utilizados, el hombre detenido sigue sin confesar ninguno de sus crímenes.

Estamos en mi casa solo él y yo. Pablo asistió a un partido de fútbol y Luis fue a recoger unos análisis que el médico le mandó a hacer. Me preocupa que cada vez está más delgado. De por sí siempre lo ha sido, pero ahora luce peor.

—Muchos de ellos prefieren ser encerrados por pruebas antes que confesar —dice el detective—. Saben que, si lo hacen, están firmando su sentencia de muerte. Los miembros del crimen organizado son rencorosos con los soplones. Si le contara cómo los han encontrado en las cárceles…

Le ofrezco refresco de cola a Leonardo. Es un día caluroso. Las lluvias están demorando en soltarse. Por mi zona, en otros años, por esas fechas ya caían intensas.

Leonardo sostiene su vaso mientras mira fijo hacia un vitral rectangular que tenemos en la pared del costado. Su expresión es seria, como de costumbre.

—Detective, ¿puedo hacerle una pregunta?

Él asiente. Aparta la vista del vitral y se centra en mí.

Noto que sus ojeras se marcan más que de costumbre.

—Adelante, dígame.

Respiro lento antes de comenzar a hablar:

—¿Por qué escogió este trabajo? Digo, ¿qué motivo lo llevó a decidir tener un oficio tan difícil y peligroso?

Enseguida me convenzo de que fui demasiado lejos.

Leonardo frunce el ceño. Parece preocupado, o quizá incómodo.

—Hace muchos años, cuando yo era niño, mi madre fue asesinada tras tres días de secuestro. Encontraron su cuerpo envuelto en una cobija, tirado en un despeñadero.

Siento un nudo en el estómago al escuchar tan dolorosa confesión.

—Nunca se supo quién fue —continúa él. Poco a poco va bajando la cabeza—, tampoco es que mi padre se preocupara por hallar al culpable. Nosotros no éramos de escasos recursos, pero tampoco adinerados. Cualquiera pensaría que familias así no llaman la atención de los delincuentes. —Por un fugaz instante, sus ojos brillan—. Mi madre solo fue al mercado a comprar, de ahí se la llevaron. Ella no le hacía daño a nadie, se dedicaba a su casa y ya. Perderla fue un golpe duro para todos. Mi padre se volvió alcohólico. Nunca nos descuidó ni dejó de mantenernos, pero nos golpeaba cada vez que se pasaba de tragos. Logré entenderlo después de años. A pesar de que me alejé de él, ya lo perdoné. Era su forma de lidiar con el dolor. —Suelta un suspiro y se sonroja—. Jamás compartí esto con mis clientes, pero ya que lo pregunta, ese suceso moldeó mi vida y es la razón por la que quise ser detective.

Estoy tan conmovida. Ahora confirmo que él también carga una pesada cruz. Por eso nos comprende.

—Lo siento mucho. Imagino lo terrible que debió ser para usted.

Leonardo asiente mientras observa su vaso de refresco.

—Que mi madre muriera dejó un vacío enorme en mi vida. Pero a medida que crecía, me fui convenciendo de que necesitaba justicia, no solo para mi familia, sino para todas las personas que experimentan tragedias similares. Así, llegué a la agencia Miller y Asociados. Ellos me recibieron a pesar de no tener experiencia. —En su voz se percibe la emoción de rememorar sus inicios—. Mi madre no volverá, pero al menos puedo ayudar a otros para que no sufran lo mismo.

Me tomo un momento para procesar la revelación de Leonardo, lo que me cuenta es estremecedora.

—Admiro su fuerza y determinación —digo sin más.

El detective me dedica una pequeña sonrisa.

—Gracias, señora Valdés. Le soy sincero, estoy preocupado por no tener más información de Abigaíl, pero ni por error voy a dejar de buscarla. Eso se lo prometo. —Coloca una mano sobre el pecho.

Sé que él cumplirá. Lo sé porque lo veo en su mirada.

La conexión que el detective y yo hemos formado es más profunda de lo esperado. Compartimos una comprensión mutua de lo que significan la pérdida y las ansias de obtener justicia.

La plática me convence de que, con su apoyo, lograremos dar con la tan esperada pista que nos guíe hacia la verdad.

 

Faltan solo diez días para el cumpleaños de mi niña. Es el veinticuatro de agosto. En esa fecha ella debería estar aquí, en su casa, rodeada de abrazos y felicitaciones. En lugar de eso, todos tendremos un vacío profundo en el corazón.

Abigaíl, mi preciosa hija, sigo sin aceptar que sigo sin saber dónde está después de dos meses.

Lo que debería ser una celebración de mayoría de edad se convertirá en un día que no quiero que llegue.

Cada espacio de la casa parece susurrar su ausencia. A veces incluso me llega el suave aroma de su perfume. Es indudable que su esencia flota por los rincones.

De pronto, la luz de mi habitación parpadea, como si también se encontrara luchando contra la oscuridad que con cada día se apodera de mi alma.

Recuerdo que ella planeaba cómo hacer su pastel de cumpleaños. Lo quería relleno de fresa con betún rosado. Ojalá yo despertara y, al salir a la cocina, la encontrara peleándose con el horno que a veces falla.




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