Incorrupta

XXIII

SEIS MESES Y CATORCE DÍAS DESAPARECIDA.

 

La noticia del desmayo que sufrió Luis causó que nuestro hijo mayor volara desde Monterrey el mismo día.

José Luis insiste en que lo vea un oncólogo, solo para una revisión, pero Luis se niega tajante.

Sí, me preocupa, y mucho. Si mi hijo quiere que un médico como esos lo atienda, es porque tiene sus sospechas sobre que algo anda demasiado mal en su padre.

Ojalá Luis dejara de ser tan terco con respecto a su salud. Lo necesito sano y conmigo, él lo sabe.

A pesar de que cada uno de sus hijos le pide que haga caso, solo responde que está bien y que se le pasará.

Para ser sincera, no sé si se le pase. Conforme transcurre el tiempo lo noto fatigado y está adelgazando todavía más. Por las noches suda mucho a pesar del enfriador que tenemos en la recámara. De verdad espero que solo se trate de malestares provocados por la tristeza.

Leonardo nos pide no intervenir en el asunto de Jazmín. Dice que buscará la mejor vía para conseguir una declaración, o por lo menos el resumen médico donde indique el motivo de su internación. Aun así, me es imposible hacerle caso. Casi estoy convencida de que el detective demorará mucho más de lo imaginado.

Luis me odiará, pero siento un impulso corriendo por todo el cuerpo y la mente. ¡A como dé lugar tengo que conseguir un acercamiento con la joven, y debe ser pronto!

Conozco a Jazmín desde que iba en la primaria. Siempre fue sincera y directa. Sé que, si logro conseguir verla, obtendré información sobre mi amada hija. Entre amigas se guardan secretos, sean los que sean. Pienso que esa crisis que tuvo no es casualidad.

Mónica, la madre de Jazmín, suele ser quien se queda en la tienda de abarrotes. El esposo a veces sale a hacer las compras de lo que hace falta. Al menos eso me contó Abi. El local se ubica en la misma colonia donde viven. No queda tan lejos de mi casa.

Aprovecho que Luis y Pablo se fueron a sus escuelas, y Roberto y José Luis salieron por las compras al supermercado con ayuda de Eleonor; por supuesto que ellos solos traerían puras comidas enlatadas o fáciles de preparar para la despensa. Abigaíl era la que se encargaba de hacer la lista de lo que faltaba en la casa, le gustaba hacerlo. ¡Era! Me punza el pecho de solo recordarlo.

Tomo un taxi. Un viaje de menos de veinte minutos me lleva hasta el lugar una mañana, tres días después de enterarme de lo que le pasó a la muchacha.

Hoy es el último día que mi hijo mayor está en la ciudad, su permiso fue corto.

Debo darme prisa para poder llegar a organizar su despedida. A todos mis hijos que se han ido procuro consentirlos para que siempre quieran volver.

Antes de bajarme, respiro profundo. Tengo fe en que no me equivoco, que quizá de madre a madre logre convencerla de dejarme ver a su hija. Solo espero que se encuentre allí.

Miro de reojo en la entrada.

Ubico a una mujer bajita de espaldas. Enfoco la vista. ¡Sí, es ella! Está acomodando unas galletas en el exhibidor de metal.

Para mi buena suerte, el esposo no se encuentra.

Me acerco a pasos firmes, aunque los ojos me tiemblan cada vez más.

—Mónica, qué bueno que te encuentro —digo enseguida.

Ella se gira veloz.

Cuando nos vemos cara a cara, noto que está impresionada. Incluso creo que tiene ganas de querer esconderse, porque suelta las galletas de prisa, se encorva y queda arrinconada entre los exhibidores repletos de bolsas de panes y galletas.

—Rita, ¿qué haces aquí? —Se toca el pecho.

Por la forma en la que lo dice, suena a que no soy bienvenida.

—Nunca me sentí tan afectada como ahora —comienzo con tono devastado. Es necesario no andarse con rodeos—. Sabes bien que mi hija lleva desaparecida meses y no tenemos ni una sola pista de dónde podría estar.

—Lo siento tanto. —Mónica baja la mirada con un gesto de tristeza—. Imagino el dolor que debes estar sintiendo.

«No puedes ni imaginarlo», pienso molesta. La gente suele decir esas cosas, ¡pero no!, no saben lo que se siente, porque no lo están viviendo en carne propia.

¡Ya, es urgente que avance la conversación!

—Tú me puedes ayudar —prosigo seria.

A Mónica parece que se le va el aire por un instante.

—¿Cómo…? —dice. Sus ojos se abren más.

Doy un paso hacia adelante.

—Sé que tu hija está internada. —Bajo el tono de voz para lo que sigue—: ¿Y si...? —Finjo vacilar—. ¿Y si ella sabe algo sobre la desaparición de mi Abi? Jazmín podría tener la clave para encontrarla.

—¿Qué insinúas? —Ladea la cabeza—. ¿Crees que mi hija le hizo algo a Abigaíl?

—¡No! —Aunque por dentro el “sí” grita ahogado. Doy un paso más—. Pero tal vez…

En ese momento entra a la tienda un comprador.

¡Maldita sea!

Mónica se apresura a atenderlo.




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