OCHO MESES Y DOS SEMANAS DESAPARECIDA.
El cielo está cubierto de nubes grises. Una multitud se ha colocado alrededor de la fosa recién cavada. Cada rostro es distinto, pero todos muestran la pena que los embarga.
Los ataúdes de madera oscura reposan sobre la tierra. Sobre ellos están las fotografías de Catalina y su esposo. En esa imagen tiene una sonrisa preciosa.
Entre la multitud, estamos las compañeras de búsqueda. No pensábamos faltar. Acordamos vestir de blanco. Algunas sostienen rosas o veladoras.
Yo tengo un crisantemo que, creo, es perfecto.
Susana se acerca a los féretros. Lleva consigo una vela encendida. Sus ojos están enrojecidos por el llanto, pero su voz suena firme cuando comienza a hablar:
—Catalina, amiga, hermana de lucha. Hoy nos despedimos de ti, pero tu memoria seguirá viva en cada uno de nosotras. La valentía que mostrabas nos inspira a seguir adelante. —Se inclina—. Te prometemos seguir luchando por la verdad y la justicia que tanto querías.
Las demás nos acercamos una a una y depositamos las flores sobre ambos. También compartimos palabras susurrantes y breves de despedida.
Ella no debió irse así. Si era su turno de partir, debió hacerlo sabiendo que su hijo estaba vivo y de vuelta en casa, debió irse feliz.
Detrás de nosotros va una anciana. Oigo que se trata de la madre de Catalina. Enseguida le abrimos paso.
La mujer camina sostenida por otro familiar. Dirige su andar pausado hacia su hija. Su rostro arrugado refleja el dolor más profundo. Allí, se hinca cuidadosa. Está sufriendo la pérdida que nadie quiere sufrir.
La ceremonia continúa con las oraciones y cantos entrecortados por el llanto.
La tierra comienza a cubrir los ataúdes.
Así se marcan los finales de dos vidas inquebrantables.
Alrededor de la tumba familiar, las madres buscadoras nos tomamos de las manos.
—Seguiremos buscando a tu hijo, amiga mía —reafirmo la promesa ante todos los presentes.
Pienso luchar hasta donde me sea posible para cumplir.
Ahora tengo dos hijos por encontrar.
Una vez terminado todo, Luis, Pablo y Eduardo se adelantan al coche. Mi esposo se siente cansado por el sol y el tiempo que estuvo de pie.
Me quedo muy atrás por ir charlando con algunas compañeras. Allí descubro que Leonardo también fue al entierro. Una cortesía que aplaudo.
Él va vestido de negro. Un color que le sienta bien.
Denisse, la muchacha que nos buscó afuera del departamento de mi hermano, va cerca de él, pero no se hablan. El caso de ella es realmente triste. Tiene solo veinticuatro años y es madre soltera. Sus padres la echaron de casa cuando salió embarazada porque querían que saliera de blanco. Desde entonces no mantiene comunicación con ellos. Su bebé, Ángela, solo tenía dos años cuando desapareció. Nos contó entre lágrimas que salió a una entrevista de trabajo y, al no tener con quien más encargarla, contrató a una niñera. Cuando regresó a casa se dio cuenta de que no estaban ni la niñera ni a la bebé. Eso pasó hace tres meses. Como sucede en varios casos, mejor dicho, en la mayoría, la fiscalía no avanza con el suyo. Es lamentable que no cuente con los recursos económicos para pagar a una agencia privada. Su desesperación la llevó a buscar otras opciones, y por suerte dio con nosotras.
Me parece una muchachita muy atenta y sensible. Espero que su bebé se encuentre sana y salva.
Alcanzo al detective antes de llegar a la salida del panteón.
—Leonardo, ¿me regala unos minutos? —le pido.
Él asiente y avanza hacia mí.
Lo conduzco a un costado, donde un mausoleo alto nos cubre.
—Sé que no es el mejor momento, pero ¿qué sabe del tipo ese al que le apodan el Marrano? —En otros tiempos aguardaría a estar en otro lugar, pero ya no me interesa ser sosegada. Pasa que cargo una idea que no deja de molestarme.
El detective primero observa alrededor. Luego regresa a verme.
—Más de lo que me gustaría. Su nombre real es Saúl Reyes. Es líder de un cártel. Lo conocen por ser un exportador importante de marihuana a los Estados Unidos. Maneja un buen territorio en México. Yo pienso que trafica con algo más que drogas. —Suspira decepcionado—. La señora Catalina lo rastreaba, pero con esa gente se debe ir con cuidado. —Sacude un poco la cabeza—. Lamento lo que les pasó.
Esa información empeora mi miedo.
Impaciente, suelto la pregunta que ansía salir:
—Ese hombre… Saúl Reyes… ¿Él podría estar involucrado en el caso de Abigaíl? —Me encojo de hombros—. Aunque se trate de una colonia mejor posicionada, la casa de Catalina no queda tan lejos de la mía.
Deseo con todas mis fuerzas que el detective niegue, pero, por desgracia, se queda pensativo.
—Como sabe, tenemos vigilados a Santiago, Sherlyn y Perla. Un contacto en el norte está rastreando a jazmín. —Se inclina más hacia mí—. Esto es extraoficial, pero sobre Enrique Meléndez, debe saber que ya se obtuvieron datos de algunos de sus compradores. Pensaba decirle cuando estuviera en su casa. Mi informante dice que lo obligaron a confesar. Tenga paciencia, señora Valdés. Gente Enrique Meléndez o como Saúl Reyes son peligrosas. Los compradores con los que trabajan no son cualquiera, se trata de narcotraficantes, empresarios, políticos, incluso los mismos líderes de la policía. Usan a las muchachas o a los niños para varios fines. No entraré en detalles.