Incorrupta

XXIX

NUEVE MESES DESAPARECIDA.

 

Con ayuda de las demás mamás y sus familiares, repartimos volantes donde invitamos a asistir a la marcha contra la inseguridad y los secuestros. Allí pedimos que vayan vestidos de blanco. Dedicamos varios días a hacerlo. La fecha citada será el sábado veinticuatro de febrero a las tres de la tarde. Iniciará en el Monumento a la Madre, continuará por Paseo de la Reforma y culminará en el Zócalo de la Ciudad.

Queda esperar la respuesta de la comunidad. Si tenemos suerte, contaremos con una multitud lo bastante grande como para alertar a las autoridades.

La huelga anterior fue de ayuda, pero esta vez buscamos algo más llamativo.

Es jueves. Faltan solo dos días para comprobar si la convocatoria funcionó.

Los ciclos de quimioterapias de Luis serán cada tres semanas.

Después de la primera presentó fuertes náuseas, vómitos y un cansancio que lo tiene acostado casi todo el día. En su trabajo ya le dieron la incapacidad. Por lo menos estará relajado con ese tema.

Para mi sorpresa, en la mañana del viernes, encuentro a Luis de pie cerca de la cocina.

—¿Te bañaste solo? —lo cuestiono impresionada y molesta al mismo tiempo al verlo bien vestido y hasta perfumado.

—Soy capaz de hacerlo —rebate. Tiene un semblante más repuesto—. Hoy vamos a salir. Prepárate.

Me toma quince minutos vestirme lo mejor posible. Apenas y me preparo un café soluble.

Los dos salimos de la casa.

Yo llevo la incertidumbre de a dónde vamos.

De pronto, Luis se queda parado junto al automóvil. Abre la puerta del conductor y me invita a subir.

—¡Vamos! Tienes que aprender.

Quedo incrédula. No es posible que él busque que aprenda algo que por años se negó a enseñarme por miedo a que me hiciera daño.

—¿Hoy? —lo cuestiono casi en un grito—. ¿Ahora mismo?

—Mi vuelo sale en ocho días. Tiene que ser hoy. No es tan difícil, pero debo estar seguro de que te enseñé bien.

Duele recordar que no logré convencerlo de desistir de su idea de irse con José Luis. Mi hijo mayor también lo apoya, incluso Pablo opina que es correcto, que estará mejor atendido con dos médicos cerca. Sigo pensando que es un error, pero nada puedo hacer ya para cambiarlo.

Vuelvo en sí, accedo a regañadientes y me subo al coche.

Intento mantener la calma mientras miro los pedales del carro.

—No quiero hacerlo —me quejo.

Luis sonríe y coloca una mano sobre mi hombro.

—Confía en ti. No te preocupes por el carro, lo importante es que aprendas.

Con un suspiro nervioso, me preparo para intentarlo, guiándome con sus instrucciones. Piso nerviosa el embrague y cambio la palanca de cambios a la posición neutral, luego enciendo el motor con un ligero temblor en las manos. Me aferro al volante.

El coche se mueve y me empieza a vibrar cada extremidad.

—¡Bien hecho! —comenta Luis— Ahora suelta poco a poco el embrague y siente la conexión con el motor.

Sigo las instrucciones de mi esposo. Libero el embrague despacio. Muy despacio. El carro comienza a moverse con un suave traqueteo, y una sonrisa de logro se dibuja en mi rostro.

Es inevitable entusiasmarme.

—¡Lo estoy haciendo! ¡Estoy manejando!

—¡Eso es! Ahora, trata de mantener una velocidad constante y cambia de marcha cuando sientas que es el momento adecuado.

Vamos hacia una calle larga y un tanto despejada. Los giros serán para después.

—A la vuelta de la esquina están los tamales de doña Pina —dice Luis. Suena como un niño que desea un dulce.

Imposible olvidar todas las veces que compramos tamales ahí, son sus favoritos de él… y de mi hija.

—¿Se te antoja? —pregunto juguetona.

—Dos de salsa verde y un atole de ciruela —lista. En serio está alegre, así de alegre como no había estado en nueve meses—. Pero espera, voy yo. —Antes de que pueda detenerlo, sale del carro.

Lo veo avanzar y doblar la esquina. Su delgadez y lentitud tienen justificación, y ni así deja de gustarme.

Luis vuelve con una bolsa plástica y dos vasos de atole.

Aquí estamos, en un coche mal estacionado y comiendo dentro, sin mesa ni formalidades; justo como hacíamos de jóvenes.

—Prométeme una cosa —dice él.

—Dime. —Tengo el tenedor de plástico ensartado en un pedazo de tamal.

—Cuando encuentres a Estela, porque la vas a encontrar, y si yo ya no estoy…

Levanto la mano enseguida.

—¡Por Dios!, no digas eso…

—Déjame terminar —suena relajado—. Cuando encuentres a mi Estela, Rita, llévame a ella, sea como sea.

Se me llenan los ojos de lágrimas. La petición de mi esposo es difícil de escuchar y procesar, pero también es realista.




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