Incorrupta

XXXI

NUEVE MESES Y VEINTE DÍAS DESAPARECIDA.

 

El despacho del procurador Salazar no es ostentoso, aunque es obvio que el color verde le encanta porque está por todas partes: en los marcos de los cuadros, en las sillas, en la alfombra… También noto que tiene varias medallas en la vitrina. Me complace confirmar que trato con un hombre experimentado, aunque ese semblante endurecido llega a incomodarme cuando se mantiene callado escribiendo después de que le cuento a detalle lo que pasó con mi hija.

Me citó algunos días después de ver al jefe de Gobierno.

—Entiendo lo difícil que debe ser para usted todo esto —comenta por fin el procurador—. Permítame renovar el compromiso de darle un correcto seguimiento al caso.

No me censuro a la hora de demostrar el dolor que me carcome.

—Gracias —digo con voz afectada—. Sí, han sido meses espantosos.

¡Meses! ¡Mi hija lleva meses desaparecida! Si ellos hubieran hecho su trabajo en las primeras horas de ausencia, quizá no estaría pasando esto.

El procurador asiente:

—Le aseguro que esta vez recibirá la máxima atención por parte de nuestro equipo.

Las lágrimas amenazan con salir. «¿De verdad puedo confiar en él?», me pregunto. Después de todo, tuve que hacerme escuchar para recibir las promesas de mejorar un servicio que ya debería estar mejorado desde el comienzo de cualquier caso.

Suspiro lento. Luis me hace tanta falta. Él es capaz de ver todo lo que yo no. Seguro tendría una opinión distinta a la mía, y eso me vendría tan bien. Por suerte, José Luis dice que su padre continúa estable. Natalia lo consciente y hasta le contrataron una enfermera en casa. Ansío que vuelva conmigo, curado y listo para seguir acompañándome, pero debo seguir con los rezos diarios y tener paciencia.

—Si me lo permite, señora Valdés, le voy a dar un consejo.

Guardo silencio, dispuesta a escucharlo.

—La investigación que lleva por su cuenta —prosigue el procurador, refiriéndose a la agencia que contratamos—, sería mejor que la dé por terminada. Con nuestra ayuda no va a necesitarla más. Ya estamos investigando a fondo a Enrique Meléndez, confío en que pronto nos dirá a quién se la vendió. —Es ahí donde su tono de voz cambia por uno más personal, incluso se inclina un poco hacia adelante—: Sé bien que el servicio privado tiene altos costos, además, puede haber choques entre ambas investigaciones.

—Lo pensaré —me limito a decirle. Es desagradable que mencione a mi hija como si fuera un simple objeto de compra-venta, aunque sí llego a comprender su frialdad.

—El detective que le asignaron es joven.

En ese preciso instante me doy cuenta de que el hombre tiene en su poder unos documentos donde sale la fotografía del detective Medina. Me toma unos segundos recobrar la calma y responderle:

—Pero él no me abandonó en ningún momento. —La seriedad en mi rostro es auténtica.

El procurador mueve la cabeza de arriba abajo. ¡Sí, está leyendo el historial del detective! ¡Mandó a investigarlo!

—Buenas habilidades —comenta a secas—. Pero para este trabajo se requiere también de experiencia, y esa solo la va a tener con nosotros. —Se señala orgulloso—. Además, si ellos comprometen pruebas o las manipulan de manera incorrecta, el caso de su hija se verá afectado.

Esos importantes detalles son en los que no reparé antes. Es verdad que, teniendo dos investigaciones activas, se puede ver afectado de alguna manera el proceso.

—Y también está eso que lo de usted y las madres hacen —añade el procurador.

De golpe abandono mis pensamientos y levanto el rostro para verlo.

—¡De ninguna manera! —soy tajante.

Oigo que el hombre truena la boca. Así, se le marcan más los pliegues alrededor de los labios.

—Sin que lo busquen, quizá llegue a pasar lo mismo que con los investigadores privados, hasta peor —insiste el hombre—. Dañarán, no solo su caso, sino el de otros. Hay cosas que hacemos de corazón, pero que a veces suelen ser contraproducentes.

—Mi decisión está tomada respecto a eso —me mantengo firme.

Por una fracción de segundos, veo que la expresión del procurador se vuelve sombría, aunque pronto regresa a la normalidad.

—Entiendo, señora Valdés, pero el buscar personas es nuestro trabajo, no el suyo.

«Un trabajo que no hacen», pienso irritada.

—Sobre la investigación privada, permítame pensarlo —respondo enseguida. No pretendo continuar más con el tema de Leonardo—. Tengo que platicar con mi esposo. Como se imagina, debo consultarlo con él primero.

El procurador se pone de pie y extiende la mano.

—Comuníqueme su decisión cuando la tenga.

Lo secundo.

Quedamos de pie, frente a frente.

—Puede confiar en nosotros, señora Valdés —dice él—. Juntos, encontraremos respuestas y a su querida hija. Le aviso que mis agentes comenzarán a frecuentar su casa, para que no se asusten.




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