Incorrupta

XXXIII

DIEZ MESES Y VEINTE DÍAS DESAPARECIDA.

 

Todas observamos incrédulas a los oficiales.

Para mí, cada movimiento se ralentiza y las voces suenan como ecos que se alargan y son poco claros. Me recorre un frío paralizador.

Edmundo trata de acercarse a un oficial, pero este le pide que retroceda, amenazante.

Una vez esposada y con sus derechos expuestos, llevan a empujones a Denisse hacia la puerta.

—¡No, no pueden hacer esto! —les grita Susana.

La atrevida intervención me saca del estupor.

—¡Cállese o nos la vamos a llevar para que responda algunas preguntas! —le advierte un policía.

Edmundo se apresura a cubrir a Susana. La protege con ambos brazos y observa desafiante al oficial.

No hay mucho por hacer. Ellos se encuentran armados y son “la justicia”. Cualquier acto de rebeldía de nuestra parte podría ser merecedor de un encierro o un disparo; lo que se les ocurra primero.

Leonardo se mantiene inescrutable a un lado del marco de la puerta, viendo que se llevan detenida a su conquista.

La invasiva confusión me controla.

No sé cómo, pero me escabullo hasta donde está él.

—Detective, ¿qué pasó? —pregunto en voz baja.

Giro veloz a mi alrededor. Las expresiones de las compañeras se tornan inquietas.

Regreso al detective, pero él sigue con la vista fija en la joven mujer mientras baja custodiada, hasta que sale del alcance.

Es ahí donde lo escucho suspirar.

—Denisse es acusada de homicidio, como ya oyó —responde a secas.

Hay un breve instante de silencio que se rompe por el murmullo provocado por el impacto que se extiende entre las demás.

—¿Contra quién? —insisto.

Pero ¿en realidad quiero saber? ¿De verdad tengo la urgencia de conocer la acusación completa?

—Es la principal sospechosa en la investigación del homicidio de su propia hija —revela Leonardo.

Por fin nuestras miradas se encuentran.

Noto en el detective una profunda tristeza que es obvio que trata de ocultar. Ojalá tuviera el valor y el permiso para abrazarlo.

—¡No puedo creerlo! —dice Nancy, y se lleva una mano a la boca.

—¿Cómo se atreven a señalarla de algo así? —lo cuestiona molesta Margarita.

Leonardo se mantiene firme.

—Fui yo quien la denunció —confiesa con frialdad—. La acusada estará bajo arresto el tiempo que dure la investigación. —Da media vuelta—. Me retiro, señoras.

Antes de que avance un solo paso, lo detengo del brazo.

—¡No! ¡De aquí no se va hasta que nos diga todo!

Estamos a pocos centímetros de distancia. Incluso lo escucho cuando suelta un jadeo.

Parece un lobo herido tratando de huir a como dé lugar.

De pronto, esos ojos oscuros se encienden y refulgen, sospecho que de auténtica rabia.

—Encontré el cuerpo de la pequeña Ángela envuelto en una cobija, dentro de la cajuela de un vehículo que estaba en la propiedad que renta Denisse. —Ladea la cabeza—. ¡Yo lo encontré, señora Valdés!

Retrocedo y abro más los ojos.

—A lo mejor la pusieron ahí, puede ser una trampa para inculparla y que los asesinos se salven…

Leonardo alza la mano frente a mi cara.

—Entiendo que no quieran creerlo, pero sé que es culpable, y no voy a estar tranquilo hasta que la condenen por filicidio[1]. —Su barbilla tiembla antes de proseguir—: Le cortaron el cuello y le pusieron cal encima como si fuera un perro callejero. —Su dedo me señala—. ¡Esa bebé se pudría en su propia casa! —Arruga el entrecejo—. Pregúntele a su amigo forense. Él le dará los perturbadores detalles.

—¿Cómo estás tan convencido de que ella fue? —sin querer, sueno retadora.

Leonardo demora un segundo en responder. Quizá lo usa para mantener la calma:

—Ninguna madre que busca a su hijo desaparecido cambia su recámara y la convierte en un “centro de entretenimiento” con un montón de botellas de alcohol y videojuegos.

—Discúlpeme, detective, pero esa no es ninguna prueba. Las personas reaccionan de maneras diferentes. Tal vez ella…

—¡La bebé tenía piel entre las uñas! —me interrumpe—. Rasguñó a su victimario. Una vez que las pruebas estén listas, me darán la razón.

El detective intenta girarse de nuevo, pero me aferro más a su brazo.

—¡Leonardo!

Con una sacudida, se libera del agarre, y luego se me aproxima.

—¡¿No entiende?! ¡Esa mujer siguió con su vida como si nada! ¡Nos utilizó, a usted, a todas, a mí! —Niega con la cabeza—. Nadie sospecharía de una pobre madre que llora y hace todo lo posible por encontrar a su hija. Hasta que se metiera conmigo fue armado. —Coloca su mano sobre la frente y respira—. ¡Ya! Tengo que irme. Tal vez las llamen a declarar —se dirige a las demás compañeras—, solo digan lo que saben.




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