Incorrupta

XXXVI

DOCE MESES Y CATORCE DÍAS DESAPARECIDA.

 

Cuando despierto, descubro que un vendaje cubre mis ojos, y las manos están atadas detrás de la espalda. La cuerda aprieta fuerte y me duelen las muñecas. «¿Dónde estoy?», me urge saber. «¡Estaré soñando!». ¡No, no es un sueño! Es tan real como el persistente cosquilleo en los brazos.

Lo primero que llega a mi nariz es el picante olor a orines. Supongo que me metieron a una habitación o un sótano. El chillido de una rata lo confirma.

Uno de mis grandes temores se ha cumplido: fui secuestrada. «¿Qué voy a hacer? ¿Cómo me defiendo? ¿Qué infierno me espera?», son algunos de los cuestionamientos que hago una y otra vez.

Como era de esperarse, me quitaron el bolso, ahí viene mi celular. Pablo no sabe lo que está pasando y se ha quedado solo en casa. Espero que, cuando se entere, decida hablarle a su tío antes que a su padre. Una noticia de esta magnitud afectará de manera terrible a Luis.

Trato de recordar los detalles de lo sucedido, pero todo es borroso y no hay recuerdos de cuando me trajeron hasta aquí.

¡Solo a mí se me ocurre confiar en un mafioso! Es un error que voy a pagar muy caro.

Pronto el pánico se apoderaba mí, me apretuja en sus redes, me hace perder el aire a ratos.

Reconozco el sonido de varios pasos, oigo gente hablando en tonos susurrantes, pero no logro entenderlos.

Con ayuda de los pies que logro descalzar confirmo que el suelo es de cemento, y está terroso.

Palpo como puedo hasta que doy con una colchoneta. Huele mal, pero allí me recuesto, vencida.

El tiempo pasa tan lento, cada minuto parece una eternidad. Esos minutos se convierten en horas en las que sigo sin tener un encuentro con mis captores.

Imagino a esas personas que están afuera como sombras espectrales, ausentes de toda compasión.

Paso unas seis o siete horas más o menos sin siquiera recibir un poco de agua. Los labios se me agrietan y las tripas me rugen.

Quiero ir al baño, tengo que hacerlo ya.

Siento un extraño alivio cuando uno de los captores trae comida y una botella de agua. Es un plato de arroz insípido y dos tortillas, pero las disfruto como nunca.

Sé que él sigue aquí, cuidándome, porque juega con algún fierro. Tengo que aprovechar su presencia. Quebrarme no es alternativa, ni tampoco perder la razón. Mi salida es acercarme a estos tipos. Ellos son hombres de carne y hueso, tengo que perderles el miedo.

—Necesito ir al baño —le digo. Me es imposible aguantar más.

—Ahí está la cubeta —responde con una voz gangosa y agresiva.

¡Una cubeta! Lo que me faltaba.

—No la veo —se lo recuerdo. Con los ojos vendados y la escasa luz no reconozco ni siluetas.

Lo escucho resoplar, y luego me da un tirón del brazo. Sus dedos son largos y sudorosos.

¡Esto es tan humillante! El hombre me baja los pantalones y me ayuda a sentarme en esa asquerosa cubeta, pero es mejor hacerlo ahí que en mi ropa.

«Dios mío, protégeme», pido en la mente.

—Yo me limpio, yo me limpio —le pido ansiosa al hombre una vez que termino.

Como puedo, sostengo el papel y lo uso lo mejor que me permiten las cuerdas. No sé cuánto tiempo tendré puesta la misma ropa, es mejor mantenerla lo menos contaminada posible.

—Por favor, déjame ir —suelto sin detenerme a pensarlo bien—. Tengo una familia que me espera, personas que me necesitan.

—Esa no es mi chamba[1], yo nomás soy el criado —responde él.

Agudizo el oído. Su voz es de un joven, sí, lo es, quizá no pasa de los veinte años.

Entro en desesperación con esas palabras. ¿De quién sí es la chamba de tenerme cautiva? ¿Cuál es el propósito de este secuestro?

Sé que el joven se va a retirar porque recoge el plato. Antes le hago una última pregunta.

—¿Cómo te llamas?

Hay un breve silencio, pero se anima a responder:

—Dígame Solete.

—Yo soy Rita —suavizo la voz al decirlo.

Después suena el chirrido de la puerta y cómo pone un candado.

Ahora no solo debo contar el tiempo que mi hija lleva desaparecida, también es necesario que añada el tiempo que llevo retenida en contra de mi voluntad.

Las horas continúan pasando. Espero resignada a que vengan por mí para matarme. Tal vez me tiren a una fosa clandestina o me destacen. Aun así, rezo por un milagro. Al menos que mi familia encuentre mis restos.

Mientras tanto, las discusiones de los captores se vuelven cada vez más escasas. Reconozco tres voces recurrentes además de la de Solete.

Así pasa un día entero, luego otro… en los que languidezco en el cautiverio. Me llevan una sola comida. Aprendo a usar la cubeta y a ubicar el papel higiénico. Es mejor evitar que otra vez sea expuesta.




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