DOCE MESES Y DIECIOCHO DÍAS DESAPARECIDA.
El frío del suelo de cemento pasa a través de mi ropa. La única fuente de luz es la poca que se cuela por alguna ventana. Aunque desconozco su ubicación exacta, sé que está a mi izquierda. Es difícil distinguir el paso del tiempo en este lugar. Los ruidos ocasionales de ratas husmeando en las esquinas y el molesto goteo de un grifo viejo son los que rompen el silencio cuando sé que me quedo sola al cuidado de alguno de ellos. Por lo general dejan al que llaman Solete.
Trato de recordar a detalle el inicio del secuestro, el forcejeo, voces amenazantes y luego, el vacío.
Lo que me pregunto una y otra vez es qué estará pasando en mi casa, en casa de José Luis… Me atormenta pensar en lo que sufre Luis estando enfermo. Ya de por sí sobrellevaba lo de Abi con bastante pesadumbre. Me siento culpable de esto, de causarle más pena a mi esposo, a cada uno de mis hijos. Quizá yo misma lo busqué al insistir tanto, al apretar de más la soga… ¡Pero no, no me arrepiento! Cualquier madre haría lo mismo con tal de encontrar a su pequeña.
A pesar de todo mantengo la esperanza. Mientras siga viva, seguiré creyendo que tengo oportunidad de salir de esta.
Cada día que transcurre es similar, paso largos períodos de soledad y encerrada en el mismo sitio, a excepción del día en el que me dejaron bañarme; eso fue con extremos cuidados de que no pudiera ver a nadie.
Solete trae el desayuno, comida y cuando están de humor mandan cena. Todo es similar: frijoles de lata, tortillas frías y arroz insípido. Sea como sea, al menos no muero de hambre.
A pesar de mis intentos, el muchacho se niega a quedarse a dialogar conmigo. Evita mis preguntas a toda costa.
La áspera tela que me cubre los ojos es cada vez más insoportable. La piel cercana comienza a irritarse y en ocasiones el ardor y la picazón son insoportables.
Tengo ya contados ocho días desde que esto comenzó.
Al Rocky lo dejé de ver, hasta que una noche despierto con una opresiva sensación de miedo. Un golpe impacta sobre mi cabeza. No fue tan duro, pero basta para despertarme.
Logro sentir la presencia próxima de los captores. Los murmullos pronto se convierten en amenazadoras palabras.
—Se te acaba el tiempo —dice una voz masculina y despiadada. Es el Rocky.
El pánico se apodera de mí. Me recuerda que estoy a merced de estos criminales.
—¿Hasta cuándo la vamos a tener? —pregunta otro, suena fastidiado.
Se oye un bufido del Rocky.
Viene a mí la incertidumbre de no saber quién y por qué me quieren cautiva.
—No sé, el patrón anda nervioso. —Rocky hace una pausa, solo para volver a decir—: ¡Sáquenla pa' fuera!
Siento el tirón en las manos para cambiarlas de posición. Ahora las llevo atadas detrás de la espalda. Después uno de ellos me guía brusco.
Mis ojos siguen cubiertos. Tengo prohibido siquiera tocar esa tela, de hacerlo estaría firmando mi sentencia de muerte.
Una vez que salimos, me sientan en el incómodo sillón.
Sé que tengo enfrente al Rocky. Es difícil de explicar, pero ya los reconozco a él y a Solete.
—El patrón pide una prueba de vida. Ni modo, doña, te voy a cortar una oreja —me avisa Rocky.
Segundos después escucho el inconfundible sonido de un serrucho eléctrico, quizá pequeño porque no es tan estridente.
Trago saliva, pero mi garganta se ha quedado seca. El terror recorre mi cuerpo. Trató de hablar, pero no sale la voz.
El chirrido se acerca. Los pesados pasos retumban en el suelo.
—Nomás no te vayas a morir… todavía —me advierte, y luego ríe de forma retorcida.
El corazón me martillea frenético. Siento la punzante arma cerca. Estoy desesperada por encontrar la forma de escapar de esa pesadilla.
Echo el cuerpo hacia atrás, como si con eso consiguiera librarme de la anunciada mutilación.
—Dame al menos la oportunidad de escoger qué oreja será, ¡por favor! —le suplico, lo más claro posible porque me invaden inmensas ganas de soltarme a llorar.
De pronto el sonido se frena.
¡Tengo una oportunidad, lo sé, lo presiento!
Me doy cuenta de que el que me mantenga controlada aun en el peor momento, perturba a este sujeto.
—Pues ¡órale! Ya di —exige él.
De pronto no veo, no escucho, no logro hilar los pensamientos.
«Rita, apúrate», me exijo.
¡El serrucho sigue funcionando!
Cada latido de mi corazón golpea más fuerte y la respiración se me acelera como nunca.
—¡La izquierda! —grito— ¡La izquierda! —Y cierro los ojos para esperar el dolor.
Es ahí cuando caigo en una ensoñación. Quizá mi mente busca librarse de lo inevitable. «Podré vivir con una oreja», me convenzo.
Pero tres importantes preguntas hacen eco en mis pensamientos: ¿por qué solo quieren una prueba de vida? ¿Por qué me siguen teniendo viva? ¿Qué esperan para matarme?