TRECE MESES Y CINCO DÍAS DESAPARECIDA.
La habitación donde sigo encerrada está en penumbras. Trato de dormir, pero hace frío y la frazada vieja que me dieron es ineficiente.
Aunque tenga la vista clausurada, sigo atenta a los ruidos. Creo que se me ha agudizado. Sé que está lloviendo a cántaros.
Me pone nostálgica el clima.
Extraño tanto a mis hijos, a mi esposo, a mi familia. Extraño tomar un café en el desayunador, pasear por el parque, hasta extraño pelearme con el repartidor del periódico porque siempre lo deja donde se encharca el agua. Seguro lo sigue haciendo.
Las lágrimas caen, es inevitable. Tengo tiempo de sobra para reflexionar en los pequeños detalles que a diario pasan inadvertidos, pero que, al irse, añoras tanto.
De pronto escucho un ruido que interrumpe mi momento. No es el pasar de las ratas, parece más una pisada. ¡¿Pero quién será?! La puerta no ha sido abierta desde que Solete se fue.
Primero creo que me equivoqué, pero una segunda pisada me impacienta.
Sufro un lapsus de valentía y bajo la venda humedecida que, por suerte, ya cambiaron por una limpia, solo un poco para no ser descubierta,
Parpadeo varias veces. Los ojos deben adaptarse otra vez y eso demora. Aunque la visión es mala reconozco una sombra. ¡Sí!, es una sombra, aunque imprecisa y borrosa, se asemeja a la figura inconfundible de Luis en la forma en que se proyecta.
—¿Luis? —pregunto, murmurándolo. Esperanzada de escucharlo responderme que vino por mí, que todo terminó, que Abigaíl me espera en casa junto con los demás.
«¿Pero qué haces, Rita?», me reprendo.
Es imposible que él haya podido entrar sin ser visto.
La sombra parece detenerse en la esquina y permanece inmóvil.
El corazón me late frenético.
Apenas tengo la intención de levantarme, cuando la sombra se desvanece.
Con nuevas lágrimas, experimento el doloroso vacío del cuartucho.
En realidad sí estoy sola. ¡Tan sola!
Cada vez que mis captores interactúan conmigo noto algo diferente, en especial en Rocky. Tenemos momentos fugaces en los que muestra vacilación, en los que habla de su vida, en la que su coraza se parte, en la que se asoma un atisbo de su verdadera personalidad.
Sé que sus hermanas representan para él su punto de quiebre.
A medida que me le acerco, experimento un extraño impulso de valentía que crece dentro de mí. Esta puede ser la única oportunidad que tenga para escapar.
Los episodios en los que se drogan de más y quieren lastimarme siguen pasando, pero cada vez son menos agresivos. Me mojan con agua fría, me escupen, me gritan y amenazan. En una de esas ocasiones el Chaca apagó su cigarro en mi hombro. Dolió más de lo que parece.
De ahí en fuera, sigo con mis dedos completos y no he sido abusada sexualmente. Quizá eso sea por mi edad y complexión. ¿Quién diría que eso me salvaría de sufrir un suceso tan espantoso? Solo espero que mi hija sea tan afortunada como yo, al menos en ese sentido.
Calculo que llevo presa unos veinte días. Tal vez un poco menos o un poco más. Cuando te sumerges en la oscuridad en la que no te sabes mover, es difícil seguir midiendo el tiempo.
Una mañana la puerta se abre con su característico quejido metálico.
Primero pienso que Solete trae el almuerzo, pero resulta que me llevan hacia otra habitación. Una vacía, lo sé por el eco que se oye.
Esa propiedad es grande. Llevo contadas cuatro habitaciones. También sé que hay escaleras.
—Rita, hoy necesito que cooperes —me pide Rocky.
Trago saliva y me obligo a mantener la compostura. Sin embargo, algo dentro de mí se rebela. Es como si ya hubiera soportado demasiado.
—¿Qué quieres? —le pregunto osca.
Uno de ellos se acerca para quitarme la venda y me desata las manos.
Por fin veo los cuerpos de mis captores. Llevan pasamontañas puestos, pero me grabo los vagos detalles que logro ver. Son tres hombres de aspecto desaliñado. Hay uno delgado y de mediana estatura, otro corpulento y alto, y otro que mide menos que el alto y es más robusto que el flaco.
Ubico en medio una mesa pequeña y vieja de madera.
—Si firmas unos papeles, sales hoy mismo —me avisa Rocky.
Ahora sé que Rocky es el corpulento alto.
Tengo a un costado al que no es ni delgado ni gordo y me sujeta agresivo el brazo. Me lleva hasta la mesa.
Tengo la vista tan afectada que soy incapaz de leer los papeles que han dejado allí. Para mí la tinta son solo manchas amorfas.
«Tú debes ser Chaca», pienso enseguida.
—Firme o me la chingo —me susurra con voz ronca, apretando su agarre.
Un impulso repentino de valentía se apodera de mí.
—Que te firme tu chingada madre —le respondo.
Antes de que pueda reaccionar, recibo un puñetazo en el abdomen.