TRECE MESES Y SEIS DÍAS DESAPARECIDA.
Sigo encerrada en la habitación donde me metieron a firmar los papeles. Aunque me duela, pienso en las cosas que viví, en cada recuerdo feliz que guardo, en el primer beso que mi esposo me dio, en el día de nuestra boda, en el nacimiento de José Luis, en el de cada uno de mis hijos, en el de Abigaíl, en ese día en que la perdí…
De pronto y sin buscarlo pienso en una de las conversaciones acaloradas que el Rocky y yo tuvimos, allí, en el viejo sillón, mientras él se enfrentaba a su pasado. Cada vez que nos quedábamos solos, no sé si por sus órdenes o porque los otros se iban a “trabajar”, era cuando se atrevía a abrirse.
Después de unos minutos de silencio incómodo, Rocky lo rompió con un suspiro profundo.
Aunque era incapaz de verlo, le pongo un rostro, antes endurecido, que muestra una vulnerabilidad inesperada. Sus manos, callosas y agrietadas, aparecen apoyadas en sus rodillas, y sus ojos quedan fijos en un punto indeterminado en el suelo.
—¡Por mi culpa se chingaron al Marco! Yo andaba bien ocupado con los tíos y lo dejé solo en un trabajito. Me tocaba ir a mí, pero tuvo que ir él. —Soltó un quejido—. Lo dejaron como coladera a mi carnal —eso lo dijo con una voz llena de rabia—. ¡Yo era el que tenía que morir!
—Debes entender que lo que pasó no es tu culpa —fue lo que dije en ese momento.
—Pero lo peor de todo —continuó, frustrado—, es que luego me hice cargo de la banda. Esos imbéciles me respetaban y se pusieron a mis pies. Siento que decepcioné a todos, y esa carga pesa un chingo. Fallé en proteger a quienes me importaban, a quienes confían en mí.
Me levanté y, con cuidado, busqué su hombro para tocárselo.
—Todos cometemos errores y enfrentamos nuestros propios demonios. Lo importante es que sigas adelante, que cambies tu vida y aprendas de lo que hemos vivido —traté de convencerlo—. Tienes una oportunidad.
Rocky volvió a quejarse, esta vez con más amargura:
—No, doña, eso ya no es pa' mí. Yo ya valí madres desde hace mucho. Cuando me den el tiro de gracia que me espera voy a ir directito al infierno. Solo espero que allá ande mi bro.
—A veces, la redención no es un destino ya marcado, sino el camino que decidimos seguir después de enfrentar nuestros errores. Y el simple hecho de que te importe, que sientas esta culpa… eso es un comienzo.
El silencio volvió a asentarse, pero esta vez no era una ausencia de palabras incómodas, sino una pausa donde hubo comprensión.
Me quedé parada a su lado y juntos compartimos un instante de reflexión. Lástima que esos lapsos duraban tan poco, porque a los pocos minutos parecía que olvidaba mis palabras y volvía a ponerse su careta de maleante.
En esta habitación alcanzo a detectar más luz y noto cómo se esfuma. Sea lo que sea que estén tramando afuera, les está llevando tiempo.
No traen comida, ni agua, y aquí no hay donde hacer mis necesidades. Soy afortunada por no tener ganas.
Comienzo a desesperarme.
Así, paso la noche, acomodada en el suelo en posición fetal y sin una manta que me proteja.
«¿Qué más carencias tendré que pasar en este horrendo lugar?», me pregunto.
Despierto y siguen sin venir. Solo espero que no pretendan dejarme sola para que muera de hambre.
Es hasta después de varias horas que abren la puerta. Deseo tanto que Solete traiga un vaso de agua. Pero, por el contrario, me recibe un puñetazo en la espalda.
—¡Ya valiste! —me dice una voz que ya conozco, es el Chaca—. ¡Muévete! ¡Rapidito!
Se trata de la persona que menos quería escuchar. Él es el más intolerante y maldito de todos.
Avanzo a regañadientes.
Para mi sorpresa, el Chaca no me regresa a mi calabozo, sino que me lleva hacia un carro. Lo sé porque me hace entrar en él.
Estoy en la parte trasera. Soy consciente de que vamos varios dentro porque tengo a alguien al lado y escuché la puerta del copiloto abrirse, la pregunta es ¿quiénes?
Ninguno dice una sola palabra durante el trayecto, el cual es de más de una hora; al menos eso calculo.
El coche se frena y a mí el corazón quiere estallarme. Siento el latido hasta en las orejas, retumba aterrorizado.
Llevo todavía la venda puesta, ni siquiera podré aprenderme la ruta. Hay demasiadas rectas y vueltas, no hay manera de memorizar todo.
La puerta del automóvil se abre de golpe y un par de manos me jala.
Intento adaptarme a la nueva posición de pie mientras trato de mantener el equilibrio. El terreno es inclinado y el suelo irregular me entorpece.
Llaman mi atención los sonidos característicos del campo: el rumor del viento limpio, el pasto que se cruje cuando pase un bicho, el olor a tierra mojada…
Me tambaleo por la rugosidad de las piedras.
—Da cien pasos, luego cuenta hasta el cinco mi —me ordena otra vez Chaca—. Cuando termines te quitas la venda.
Asiento enseguida con un único movimiento de cabeza dirigido hacia alguien que no ubico.