UN AÑO, TRES MESES Y VEINTE DÍAS DESAPARECIDA.
El sonido insistente del timbrado del teléfono me hace ir a prisa hacia él.
—¡Mamá, no puedes estar en la casa! Sabes lo que eso significa —reconozco la voz de Roberto.
¡Oh, no! Me descubrió. Edmundo debió alertarlos después de la discusión que tuvimos anoche en la que listó los motivos por los cuales debía seguir en su casa.
—Hijo —soy directa—, entiéndeme.
La casa de mi hermano es cómoda y me trataron como huésped consentido, pero tengo que volver a mi hogar; al menos lo que queda de él. Sin Luis, sin Abigaíl… Hoy soy yo y nada más.
Recorrer el pasillo me dio un golpe de realidad justo en la cara. La gente se muere, la soledad sobreviene. Nunca volveré a ver a mi esposo, espero que con mi hija sea distinto.
—¡Ese procurador está tratando de hacerte daño y lo sabes! —sigue quejándose Roberto—. Si te quedas, te arriesgas a que venga a buscarte a ti y a mi hermano.
—Pablo se quedó con tu tío. —Suspiro—. He estado escondiéndome durante semanas, y ya no quiero hacerlo. ¿Qué se supone que haga? ¿Dejarlo todo y seguir huyendo sin fin? —Vuelve a mí la frustración.
El silencio de Roberto, sus ruiditos guturales, me dicen que está tan asustado.
—¡No es justo! —logra decir sin que se le quiebre la voz.
—No, no es justo, pero así son las cosas. Me voy a quedar en mi casa… No puedo decirles cuánto siento angustiarlos más.
De nuevo otro silencio.
—Solo… no hagas algo que pueda llamar la atención —pide mi hijo—. Perfil bajo, ¿sí?
—Voy a estar bien. Ya verás —le prometo. Pero la realidad es que el riesgo de sufrir otro atentado directo y más mortífero es alto.
Le doy mi bendición y dejo despacio la bocina del teléfono.
Acaban de dar las ocho de la mañana y ya estoy lista para salir a un lugar en específico.
Apenas pongo un pie afuera, un vehículo con vidrios oscuros que se detiene frente a mi casa me altera. De él desciende un hombre de aspecto impecable, con un traje bien ajustado y una corbata que brilla a la luz de la mañana. Es tan blanco que parece espectro.
¡Lo primero que pienso es que mi fin llegó muy rápido!
Me encuentro ya lejos de la puerta y no hay otros autos pasando.
Cierro los ojos, esperando el golpe final. Al menos esta vez mandaron un matón refinado.
Abro solo un ojo, vacilante.
El hombre lleva en la mano un maletín de cuero. Se muestra con una sonrisa amable, pero su mirada refleja una intensidad que no es fácil de ignorar.
—Buenas tardes. ¿En qué puedo ayudarle? —digo a secas.
Él da otro paso hacia mí.
Retrocedo por inercia.
—Estoy investigando sobre su caso. ¡Sí que causó ruido! —El tal Ramón mantiene una sonrisa en los labios—. Me gustaría que me brinde una entrevista para que nos cuente su experiencia. Ladeo la cabeza.
Sé bien que él solo quiere una nota roja donde pondrá mentiras, o hasta buscará desprestigiarme como lo hicieron con mi hija.
—Lo siento, pero no estoy interesada en dar entrevistas.
Ramón asiente lento, sin perder la compostura.
—Entiendo su preocupación, pero creo que su historia es importante y podría ayudar a muchas personas. Solo le pido un momento para que considere mi solicitud.
Hago un gesto de desdén y medio giro hacia mi casa.
Sin embargo, Ramón, no se da por vencido. Saca una tarjeta de su cartera y me la ofrece.
Lo veo de reojo.
—Si cambia de opinión, no dude en contactarme. Mi intención es dar a conocer su voz.
Acepto la tarjeta y la guardo en el bolsillo del pantalón.
—No prometo nada —digo seria y termino de dar la vuelta.
Entro a mi casa otra vez.
Por la ventana veo que el periodista va de regreso a su coche.
Mientras observo cómo se aleja, saco la tarjeta del bolsillo y la leo veloz. El nombre de Ramón Orozco está impreso, junto con un número de contacto. Me sorprende que trabaja para un canal de televisión grande.
Aun así, la dejo sobre una mesita, sin intención de usarla.
En ese momento recuerdo que todavía me falta una importante promesa por cumplir.
Rocky está muerto, pero confió en mí, confío en mi promesa. Ojalá supiera dónde quedó el papelito que me entregó cuando me dejó libre. Lo he buscado entre la ropa, en toda la casa, pero no logro encontrarlo. ¡Eso me enloquece! Me invaden las ganas de llorar cada vez que confirmo que no está por ningún lado.
Espero hasta el atardecer para salir otra vez.
Me urge llegar a mi destino, cuando lo hago, entro y enciendo una linterna. La luz oscilante revela un interior polvoriento. Esta bodega que acomodamos con tanto entusiasmo ya no es la sede de las madres buscadoras, tengo suerte de tener todavía la llave y que funcione.