UN AÑO, TRES MESES Y VEINTITRÉS DÍAS DESAPARECIDA.
Solo dos días después me encuentro en el salón de prensa repleto de reporteros, grandes cámaras y largos micrófonos. El ambiente sobrio y neutro, supongo que para que no cause distracciones.
La mayoría de las personas visten trajes formales, y yo llevo puesta la playera con la fotografía de mi hija y un pantalón negro sencillo.
Me impresiona la rapidez para organizarla.
No le avisé ni a Edmundo de esto. Soy solo yo contra todos.
En medio del espacio cerrado ubico el atril de madera que ya tiene listo el micrófono acolchado azul.
Avanzo hacia allá.
Reconozco a Ramón entre los periodistas del frente. Está preparado para grabar lo que voy a decir.
Cuando subo a la tarima, todo se queda en silencio.
Mantengo la mirada fija, aunque las manos temblorosas me delatan.
—Gracias a todos por estar aquí —comienzo sin siquiera una presentación previa—. Como muchos de ustedes saben, mi hija Estela Abigaíl González Valdés desapareció hace un año, tres meses y veintitrés días. Salió a una cita con su novio, Santiago Pereyra, y ya no regresó. Durante este tiempo, he trabajado incansablemente para encontrarla. Hoy, vengo a pedir, otra vez ayuda, pero esta vez me dirijo al presidente de la República Mexicana. Espero que mi mensaje llegue a él. —Dirijo la vista hacia las cámaras centrales—: Señor presidente, durante el secuestro que sufrí, los captores me dieron el nombre de su líder y hoy vengo a decirlo. Le pido que me escuche como mandatario del país.
Los murmullos en la sala se convierten en un bullicio creciente a medida que los periodistas rescatan lo que digo.
—El procurador Silvio Salazar fue quien ordenó que me privaran de mi libertad, y posteriormente me mataran. Él y el fiscal Pedro Navarro han obstruido la investigación de la desaparición de mi hija, compraron testigos clave, posibles culpables, y desprestigiaron a la víctima. Las preguntas que me hago son ¿por qué? ¿Qué esconden? ¿Acaso protegen sus propios intereses? —mi voz se mantiene firme a pesar de la emoción que experimento—. Le exijo que se tomen medidas inmediatas y que se investigue a fondo el comportamiento de estos funcionarios. —Levanto un brazo con el dedo índice apuntando—. ¡Y los acuso de manera pública de ser los autores intelectuales del secuestro que sufrí! Temo por mi seguridad, y si algo vuelve a pasarme, los hago responsables.
El impacto de lo que suelto es inmediato. Las cámaras parpadean incesantes y los reporteros disparan preguntas sobre los detalles del encubrimiento, el secuestro y las posibles consecuencias.
Ramón, en su papel de periodista anfitrión, ayuda a manejar el flujo de preguntas.
La conferencia termina con un torrente de especulaciones.
Yo solo espero que esto lleve a recibir la justicia que mi hija y yo, y mi Luis, necesitamos.
Después del caos, voy hacia mi casa. Durante el trayecto trato de procesar la magnitud de lo que acaba de pasar. El anuncio explosivo seguro llegó a oídos de mis hijos, de mi familia extendida…
Voy en taxi porque el coche que recuperé del corralón está averiado.
En cuanto el taxi da la vuelta, reconozco dos siluetas afuera.
Edmundo tiene un aspecto exhausto, y Susana a su lado lo sostiene del brazo.
Ellos aguardan a que me baje para alcanzarme.
Al parecer viene su reprimenda.
Respiro profundo. Pretendo confrontarlo sin que terminemos en una discusión:
—Lo siento, no quería que te enteraras así, pero...
Antes de que siga, Edmundo me abraza fuerte. Es un gesto simple, pero me alivia tanto que por un instante relajo el cuerpo.
Luego mi hermano se aparta un poco para mirarme:
—¡Lo que acabas de hacer fue increíble! De hoy en adelante debes mantenerte muy alerta. Las cosas se van a complicar.
Se quiebra la voz al decir:
—Tenía que hacerlo. No podía permitir que el procurador se saliera con la suya. Él está detrás de todo esto. —Tengo los ojos ardiendo y me duele respirar—. Tú me entiendes, ¿verdad? —Espero la confirmación de Edmundo para proseguir—: Sé bien que al hacer las acusaciones me expuse a un gran peligro. —Vuelve a mí el resentimiento por las decisiones que tomé un año atrás—. Ojalá te hubiera hecho caso. No olvido lo que me dijiste, hermano: “La justicia aquí es un maldito asco, sé que vas a entenderlo, pero tal vez cuando eso pase ya sea muy tarde”. Y tenías razón… Ojalá hubiera dejado al detective Medina seguir con su investigación, o aceptar a aquel matón que llevaste a la casa. A lo mejor mi hija ya estaría de regreso…
Edmundo luce confundido y no se silencia.
—¿Qué quieres decir con eso? —pregunta de inmediato.
Incluso Susana muestra especial interés en lo que voy a responder.
Le aprieto la mano a mi hermano.
—Los culpables de que Abi se fuera son los que pensabas, los que señaló también Leonardo. No hay una prueba sólida, pero en mi corazón… —Hundo un dedo en el pecho—, ahora sé, ya lo acepté, que fueron ellos.