UN AÑO Y CUATRO MESES DESAPARECIDA.
Mi plan inicial es el de ir a buscar a la hermana encontrada en cuanto salga el sol, pero Edmundo quiere que sus “amigos” revisen primero la zona.
Por otro lado, a otras personitas les pedí un favor todavía más especial.
Los conocidos de Abigaíl, a los que les vendía postres, me brindaron su ayuda inmediata para conocer el rumbo diario de Santiago. Los consideré una mejor opción por ser jóvenes. Enviar a Edmundo podría terminar en una confrontación si el muchacho lo reconocía.
Tengo ya en mis manos un resumen, con todo y el dibujo detallado, de lo que hace Santiago, desde que llega a la escuela, sale y se va a casa. Hace una parada en un local de maquinitas a dos cuadras de la escuela. Pasa allí entre una hora y una hora y media. Él no se esconde, no teme, no sufre la pérdida de Abi.
Hoy tengo una cita con el grupo de madres y luego iré a buscarlo.
Una de las nuevas, la señora Gloria, tiene un primo que se jacta de ser un psíquico, y nos pidió escucharlo.
En este punto, ya nada parece descabellado.
Las paredes de la casa de Gloria están decoradas con fotografías de sus seis hijos. En uno de los cuadros grandes está su hija de treinta y dos años, es la tercera. Ella desapareció una noche que salió de trabajar. Esperaba el transporte público, y luego ya no se supo más de su paradero.
Ahora entiendo que colgar retratos de nuestros seres queridos es para mantener viva la memoria de los que se van.
Me siento en el sofá grande junto a otras tres madres.
En el centro de la sala hay una mesita de madera con una vela encendida y un cuenco de agua; todo dispuesto para la llegada del psíquico.
Hay compañeras sentadas alrededor y otras de pie. Algunas parecen interesadas y otras muestran desaprobación.
Nancy, con sus manos entrelazadas, mira el reloj de pared.
Margarita juguetea con una servilleta, mientras Susana revisa una lista de nombres que mandó Elías de una docena de morgues de otras localidades con las que mantiene contacto.
El médico no tiene por qué ayudarnos, pero lo hace de buen corazón.
Doce minutos más tarde la puerta se abre y entra un hombre de más de cincuenta años, piel blanca, demasiado blanca y cabello rubio, que también es casi blanco. Es muy distinto a como lo imaginé. Lleva un traje de manta color crema y una bufanda que parece haber visto mejores días. Sus ojos me parecen intensos, pero hay una calma en él que contrasta con la tensión de la habitación.
—Buenos días —dice el psíquico. Su voz es profunda y serena.
—Él es mi primo Gaspar —interviene Gloria, sujetándolo del brazo—. Es un hijo del sol[1]. Vino hasta la ciudad solo para vernos. Gracias por recibirlo.
Me levanto enseguida.
—Nosotras le agradecemos por venir, señor Gaspar —digo cortés—. Nos sentimos desesperadas y Gloria nos comenta que usted tiene… conocimientos que nos podrían servir.
Primero Gaspar mira a su alrededor, luego asiente.
—Entiendo su dolor —me responde—. Vamos a intentar algo. Voy a necesitar que cada una de ustedes me diga el nombre de la persona que busca y un detalle que se los recuerde.
De manera ordenada comenzamos a darle la información. Algunas lo hacen de mala gana, pero lo hacen.
Gaspar escucha atento, se mantiene con la mirada fija y las manos quietas. Luego, va despacio hacia la mesa, se sienta en una silla frente a la vela y cierra los ojos.
La habitación queda en un silencio total.
Observamos curiosas a Gaspar. El hombre resalta. Es difícil quitarle la vista. Supongo que es por su apariencia…
Él parece entrar en un estado de concentración profunda. La llama de la vela danza de un lado a otro. Aunque suena irracional, se proyectan diminutas sombras inquietantes sobre la madera. Después de unos minutos, sus ojos se abren de una manera lenta.
—Siento varias presencias —asegura Gaspar—. Unas son muy débiles… De una vez les aviso que será tardado y no hallaré a varios porque, con quienes ya trascendieron, no es posible hacer la conexión.
Nancy truena la boca, y cuando giro a verla noto que tiene los ojos entrecerrados.
—Seguro nada más nos quiere estafar —se atreve a decir.
—¡Cállate si no sabes! Mi primo hace esto de buena voluntad. —le pide Gloria de una manera molesta.
Quizá es por mis ganas de creerle, pero siento una pesadez en el ambiente.
—Hay aquí un espíritu… —asegura Gaspar. Vuelve a cerrar los ojos. Sus manos se mueven como si palpara algo.
A mí me abraza un escalofrío. Ya no estoy cómoda. Además, está por dar la hora de salida de la escuela. Debo darme prisa si quiero alcanzar a Santiago.
—Es un hombre… un hombre joven… Me señala un lugar específico —continúa Gaspar, tan serio que incita a creerle—. Van a tener que investigar un área cerca de...—hace una pausa y aprieta los párpados—, una bodega abandonada a las afueras de la ciudad.
Nos miramos entre sí, sorprendidas, vacilantes. La información no es concisa. Hay cientos de almacenes en la ciudad. Estamos en la capital del país.