Incorrupta

XLVIII

DOS AÑOS Y CINCO MESES DESAPARECIDA.

La semana pasada fue la boda de Eduardo. Se terminó casando con la gringa. Él, que decía que no se iba a comprometer porque interfería con su proceso creativo. Planean quedarse a vivir en el país vecino. Quizá es mejor así. Que mis hijos estén lo más lejos posible del caos en el que vivo día a día me da un poco de tranquilidad.

Mientras anduve por esas tierras extranjeras, busqué la cara de Jazmín. Imaginaba que me la topaba y tenía la valiosa oportunidad de ofrecerle no acusarla de nada con tal de que me diga dónde está mi hija. ¡Pero no, eso no sucedió!

Regresé a México igual que como me fui.

Invité a comer a Edmundo y a Susana. Son mis frecuentes visitas.

A mi hermano le encanta la carne de puerco en salsa verde, por eso se la preparé.

—¿Cuándo piensas perdonar a Pablo? —me pregunta Edmundo.

—Te dije que de eso no… —trato de evitar entrar en esos terrenos.

—Qué ingrata eres, Rita. Tu hijo te extraña.

—¿Cómo sabes?

—Porque sigo viéndolo. Entró a estudiar una maestría y ya tiene trabajo. ¡Se mantiene solo! —Arruga la frente—. Deberías estar orgullosa.

—¿Te sirvo más papa? —le ofrezco a Susana.

Ella observa a mi hermano con cara de preocupación. No le agrada que discutamos.

—Eres imposible.

—Es herencia familiar —añado, sonriente.

Pero el saber lo que mi hijo logró sin mi ayuda me impacta en serio.

Lo extraño y mucho, pero aceptar lo que es… No sé… Me duele y evado pensar en eso.

—Mañana vamos a salir —cambio el tema—. Uno ciclistas encontraron restos óseos en el límite entre el Distrito Federal y Ecatepec.

—Las acompañaría —dice mi hermano—, pero tengo trabajo.

Susana le sujeta la mano.

—Estaremos bien.

Edmundo guarda silencio. Sabe que en realidad no sabemos si estaremos bien. Hemos recibido amenazas escritas, por llamada y hasta con mensajeros. Por suerte, ninguna de las integrantes del grupo ha sido atacada. Ya somos treinta y seis. Hay abuelas, cónyuges, hermanas, tías, sobrinas, hijas… rastreando en donde nos lleven las llamadas anónimas. Esas benditas llamadas hechas por solo Dios sabe quién, pero que muchas veces son reales. Sin ellas, no habríamos encontrado cuerpos que incluso acababan de ser sepultados.

El hallazgo más reciente fue el de dos cuerpos en terrenos abandonados, justo en medio de un fraccionamiento. Los cuerpos estaban allí, a la vista de todos, sin vergüenza, sin cuidado de disimular. Esos dos difuntos siguen sin ser identificados.

Elías me mantiene informada de cada cadáver que nosotras encontramos. Aunque no lleguen a él, se encarga de mantener la comunicación con sus colegas. Es un apoyo indispensable para el grupo. Las autoridades ni siquiera ponen su interés en acelerar el proceso de reconocimiento. Ya muerto no vales nada.

El día está nublado. Es octubre. En algunas casas los adornos del Día de Muertos ya lucen vistosos, nostálgicos. Es raro, pero en este mes siento que la tierra es más dócil, como si los mismos difuntos pudieran suplicarnos que quieren ser desenterrados…

El olor a oxidado en la zona donde fueron encontrados los restos se percibe fuerte.

Nos encontramos rodeando unas bodegas en desuso donde guardaban maíz.

Recorremos, como ya sabemos, una buena extensión de terreno.

Dos horas más tarde, Nancy se atreve a abrir una de las bodegas.

Varias la seguimos.

—¡Miren aquí! —grita en la distancia Susana.

Las demás nos acercamos y prendemos varias linternas.

Ella está parada sobre un montículo sospechoso de cemento partido.

Mi pulso se acelera. Suele pasarme cuando sospechamos que estamos a punto de hacer un hallazgo.

Cinco de nosotras se apresuran a abrirse paso. Mueven las pesadas planchas de cemento.

La tensión crece cada segundo. Cada palazo que impacta es como un latido en el pecho.

De repente, el metal de una cadena brilla entre la tierra. Las madres intercambiamos miradas, sabemos que no podía ser bueno.

—¡Sigamos, sigamos! —insiste Gloria.

Finalmente, se revela un torso cubierto de tierra y ya son solo huesos. La ropa que portaba se separa cuando lo vamos sacando a pedazos.

Siento un apretón en el brazo. Giro a ver. Es Susana. Mantiene fija la mirada en los restos que vamos dejando sobre una bolsa plástica limpia. Sin poder apartar la vista, se tambalea.

Nancy me auxilia para que no caiga. Entre las dos la sostenemos.

—Los shorts… —susurra temblorosa. Tiene los ojos en blanco.

—¿Los reconoces? —le pregunta Rocío.

—¡Levántenlos! —pide sin quitarle la vista.

Puedo sentir su terror.

Rocío los sacude frente a ella.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.