Incorrupta

L

CINCO AÑOS Y OCHO DÍAS DESAPARECIDA.

Hoy, a cinco años y ocho días de la desaparición de mi hija, el exprocurador Silvio Salazar será enjuiciado en México. Lograron extraditarlo. Así de importante es para los altos poderes como para quitárselo a una de las más grandes potencias del mundo.

Tengo fresca la incredulidad que me causó enterarme del asesinato de una líder madre buscadora del estado de Guerrero. Fue víctima de un ataque armado que le costó la vida mientras conducía. A la fecha no hay un número exacto conocido de grupos como el nuestro, ya que a menudo son informales y varían en su organización y enfoque. Sin embargo, conocemos a varios con los que también intercambiamos información. El internet vino a facilitárnoslo más. Le enviaré una corona de flores en cuando salga de aquí.

Me encuentro en la sala de espera del tribunal. Fui llamada para atestiguar.

Edmundo y Pablo me acompañan. Mi hijo tiene una buena amiga abogada que quiso estar presente también.

El sonido de las puertas abriéndose causa un silencio sepulcral en la sala. Los ojos de los presentes se dirigen hacia allí.

Silvio es conducido sin esposas por dos agentes. Su rostro es imperturbable, aunque se le han formado más arrugas; marcas de los años que pasaron desde que perdió su poder.

—¡Silvio! —digo desde mi asiento, en cuanto cruza cerca—. ¡Eres un cobarde! ¡Tú mandaste a que me secuestraran!

El chismorreo recorre la sala enseguida.

Salazar gira la cabeza hacia mí, y una sonrisa fría se dibuja en sus labios, como si disfrutara del espectáculo.

La rabia aparece en mi interior.

Él sabe que lo hizo, y también sabe que causó que el caso de mi hija se plagara de irregularidades.

El juez me envía una única advertencia con un agente. Si desobedezco, me sacarán.

El lugar está repleto, y más de uno saluda al exprocurador con entusiasmo. Parece que reciben a un héroe.

Pasadas cerca de dos horas, me preparo para testificar. No siento miedo ni dudas; todo lo que he vivido me ha traído hasta aquí. Cuando subo al estrado, miro a Salazar, quien me observa con desdén, como si mi dolor le divirtiera.

—El exprocurador Silvio Salazar —comienzo firme, aunque el corazón me late desbocado—, alteró, con ayuda del fiscal Navarro, ya fallecido, la información sobre el caso de la desaparición de mi hija. Manipuló todo para cubrir sus propios intereses. Quiso forzarme a que firmada papeles llenos de mentiras. —Apunto directo hacia Silvio—. ¡Fue él quien ordenó mi secuestro, quería que me callara!

—Esa es una acusación sin fundamento —interviene el abogado de Salazar.

Escucho algunos comentarios de desaprobación entre la gente. Otros me apoyan.

Siento una presión en el pecho, pero continúo declarando:

—¡Sé que fue él! —Rememoro fugaz los días de encierro que padecí—. Lo sé porque los mismos secuestradores lo delataron.

El abogado de Salazar se levanta, interrumpiéndome otra vez:

—Su testimonio carece de pruebas.

Miro a Edmundo y a Pablo. Ellos creen en mí, es lo único que necesito.

El juicio avanza, pero cada testimonio que se presenta parece engrandecer la imagen de Salazar. Su abogado es astuto, desmantela cada declaración en su contra y siembra dudas sobre la credibilidad de los testigos.

Observo cómo Salazar se regodea confiado.

La fiscalía, aunque apasionada, parece cada vez más debilitada ante la defensa. La desesperanza comienza a calar en mí. Al final del día, el juez pide un receso de tres semanas, y junto a mis leales acompañantes salimos al pasillo.

—¿Qué vamos a hacer si gana? —pregunta Edmundo, desolado.

—Debemos seguir luchando —respondo firme, aunque la voz se me quiebra un poco.

Tres semanas más tarde, llega el día del veredicto.

Edmundo, Pablo y yo nos sentamos en la primera fila. Rezo en silencio y entrelazo las temblorosas manos.

En esta ocasión la sala está llena de periodistas y funcionarios públicos.

Algunas miradas curiosas y escépticas se posan sobre nosotros.

El juez se prepara para hablar:

—Después de revisar las pruebas presentadas, tenemos ya un veredicto.

Siento que pierdo el aliento. La presión en mi pecho se intensifica, y miro a Silvio, cuya excesiva confianza persiste.

Escucho a lo lejos la letanía sobre las distintas acusaciones que pesan sobre un solo hombre.

¡Para sorpresa de los afectados, Silvio Salazar es declarado inocente de todos los cargos!

El hombre dibuja una amplia sonrisa en cuanto lo oye y se levanta para abrazar a una mujer.

La indignación hierve dentro de mí, es un fuego que me rebasa.

Me levanto de un tirón y lo apunto.

—¡Esto no ha terminado! —grito. Mis palabras son un desafío a la injusticia que se ha perpetrado—. ¡Por algo querías callarme, estás embarrado hasta el cuello! ¡Por algo mandaste matar al único testigo que teníamos!




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