Incorrupta

LI

OCHO AÑOS DESAPARECIDA.

Con el fiscal muerto, el procurador viviendo a gusto en el continente europeo y el cambio de gobierno, no me queda más que seguir la búsqueda de Abi con mis propios medios.

Para los nuevos funcionarios el caso de mi hija es uno de tantos, uno que no merece su preocupación, no si no se hace mediático y así se mantiene.

Las redes sociales son cada vez más usadas, y nos sirven para mostrarle al mundo las fotografías de los que nos faltan en casa. Gracias a eso recibí una llamada de Fresnillo, en Zacatecas. Tienen un cuerpo que comparte características con mi hija. Reconocer cadáveres ya no es tan espantoso como la primera vez. Jamás olvidaré a esa pobre mujer tan lastimada, pero esa experiencia me ayudó a tener estómago para lo que venía para mí.

Han sido ocho años. ¡Ocho largos años! No puedo decir que fueron dolorosos todo el tiempo, porque he tenido bellos momentos, pero siempre siento que me falta mi niña.

Viajo con Elías, Edmundo, Susana y Eleonor. Alma quería venir, pero uno de sus nietos enfermó, y ella es quien lo cuida en las mañanas.

El recorrido es largo.

Mientras contemplo la carretera pienso en si Estela sabrá cómo ha cambiado México, si sabe que la tecnología avanzó tanto, que ya hay cientos de modelos de celulares y ahora son más pequeños. Quisiera saber si sus tiernos ojos siguieron viendo la belleza de la naturaleza en estos años de ausencia.

Hacemos parada a mitad de camino. Dormimos en un motel de paso. Las mujeres en una habitación y los hombres en otra. Solo nos interesa llegar.

Por más que lo intento no logro conciliar el sueño. Los vecinos de al lado se mantienen entretenidos y son ruidosos con la cama.

Salgo al pasillo a tomar un poco de aire. Me recargo en el barandal blanco y respiro con ojos cerrados.

Detrás de mí siento una presencia. Giro enseguida. Desde el secuestro, reacciono de manera exagerada a cualquier sospecha de proximidad.

—¿No puedes dormir? —me pregunta Elías, relajado. Ya me conoce.

Trae puesto un pijama de rayas rojas y blancas, en su mano carga la cáscara de un plátano.

Niego con la cabeza.

Estamos solos en medio de la nada, con solo el rumor del viento acompañándonos.

—¿Te dio hambre? —lo cuestiono.

Él observa la cáscara.

—No tengo sueño.

Mantengo la vista fija hacia los terrenos de enfrente: amplios y repletos de vegetación que a estas horas luce intimidante.

Suspiro lento.

—Temo que esta vez sí sea mi hija, Elías —confieso—, lo temo siempre que escarbamos, lo temo cada vez que suena el teléfono, cada vez que me dices que llegó un cuerpo, cada vez que sale una noticia donde mencionen mujeres ejecutadas.

Él me toca la mano que se aferra al barandal.

—No estás sola.

Veo a Elías.

Él tiene una expresión que contagia de calma.

En ese momento, un hombre y una mujer suben escandalosos las escaleras y avanzan hacia donde estamos.

Ella viste una falda rosada de tela brillante y un strapless negro que se le bajó de más. Su acompañante porta un traje sastre que desentona con el entorno.

—¡Ey!, mira esa parejita —le dice la mujer al hombre. Lo trae jalando del brazo—. ¿Qué tal un cuarteto? —Suelta una carcajada—. ¿Nos acompañan? —nos invita de un modo sugerente.

—Tengan una buena noche —responde Elías de forma cortés.

Los dos siguen su camino.

Yo me sonrojo, lo siento en la cara, en todo el cuerpo.

¡Debimos buscar otra opción para hospedarnos!

—Tranquila. Se ve que andan borrachos.

Me quedo callada por más de un minuto, pensando.

—¿Pero sí somos? —lo cuestiono después de pasar saliva—. Es decir, ¿somos una pareja?

El corazón se me acelera. Es la misma pregunta que varias personas, incluido Edmundo, ya me hicieron, pero me he negado a responderla.

—Solo si tú quieres —dice serio él.

Tengo ganas de llorar. Es la despedida de la viudez que imaginé de por vida.

Asiento despacio al mismo que corren mis lágrimas. Sonrío nerviosa.

—Sí, sí quiero.

Elías me sonríe también. Después me rodea con sus cálidos brazos.

Respiro lento.

Él sabe apaciguar mis más profundos temores.

—Vamos a dormir —digo, luego de un rato en el que nos reímos sin motivos.

Un breve beso marca la vuelta a las habitaciones.

A las ocho de la mañana retomamos el viaje.

Llegamos al destino a medio día. Antes de buscar de almorzar, vamos hasta la morgue de la que llamaron.

Esto ya lo viví, pero no deja de hacerme sufrir.

El frío del pasillo hela mis huesos. En la mente repito el nombre de mi hija, y le pido fortaleza a Dios.




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