TRECE AÑOS DESAPARECIDA.
Hace tres años el exesposo de Margarita regresó a México después de diez años de ausencia. Tiempo en el que ella buscó sin descanso a su hija. El descarado hombre le pidió medio millón de pesos para que la dejara verla. Gracias al agente Silvestre lograron detenerlo por el delito de secuestro. Pasará varios años en prisión.
Vengo de la fiesta de cumpleaños de la mayoría de edad de la hija de Margarita. Es una jovencita hermosa e inteligente.
Me siento tan feliz por mi compañera. Ella obtuvo el resultado que todas deseamos.
Elías y yo no vivimos juntos, pero paso más tiempo en su casa que en la mía. Es detallista conmigo. Sabe mi comida favorita y la prepara cada vez que se me antoja. Además de que siempre tiene un tema de conversación interesante.
No me pudo acompañar a la fiesta porque tenía demasiado trabajo.
Camino tranquila por un parque y recuerdo que hace cuatro meses Nancy, mientras daba un paseo por un parque similar por la mañana, se topó con un grupo de adolescentes que jugaban en sus patinetas cerca. De cabello castaño y con una risa que le sonaba familiar, uno de los muchachos llamó su atención. Ella tuvo el coraje de acercarse, y cuando el chico se giró, lo reconoció enseguida. En ese mismo instante y sin pensarlo dos veces le confesó que ella era su madre, que a él lo secuestraron, que lo estuvo buscando por años, que nunca dejó de hacerlo.
Como era de esperarse, el jovencito se asustó y salió huyendo de allí.
Nancy lo persiguió, pero con la ventaja de la patineta, no le fue posible alcanzarlo.
Desde entonces no deja de rondar por el parque, con la esperanza de volver a toparse con el muchacho.
Cargo conmigo una fotografía en el celular por si llego a verlo. Esperamos que Nancy tenga la misma fortuna que Margarita.
Mi proceso de jubilación como docente comenzó, pero el de madre buscadora seguirá.
Después de ir a casa a cambiarme me dirijo hasta una de las presas de la ciudad.
El sol comienza a ocultarse tras las montañas cuando don Tomás llega a esa presa donde fue vista por última vez su hija. El silencio del lugar es inusual. Ha pasado dos días buscando a Valeria. Ya está desesperado.
Por la llamada telefónica de un cuidador se enteró que su hija fue vista allí, y decidió pedir nuestra ayuda.
Nosotras apoyamos en tierra, pero sabemos que, si se ahogó, el cuerpo debe estar en el agua.
Don Tomás pide prestada una lancha y de inmediato da vueltas.
Las autoridades solo le dicen que espere.
Siempre es esperar. ¡Esperar y esperar! ¿Para qué? Si no mueven ni un dedo de todos modos.
La presa debería estar rodeada de policías, cuerpos de rescate, pero solo hay un padre usando sus propios medios.
Luego de cuarenta minutos vemos a don Tomás regresando. Detiene la lancha, sale y se arrodilla en el suelo. Con voz quebrada apenas dice:
—Mi Valeria, ¡ahí la traigo! —Suelta un sollozo desgarrador.
Su mano temblorosa señala detrás de la lancha.
¡Don Tomás la encontró! Amarró con ayuda de una cuerda el cuerpo ya hinchado de su propia hija.
En instantes así no hay palabras, solo queda acompañar.
Regreso exhausta a mi casa. Elías no responde mis llamadas, debe estar saturado de trabajo.
Prendo la veladora que le pongo a mi niña debajo del retrato que le hizo su hermano. Una luz que guie su camino.
Mi hogar se siente a veces tan grande. Todos se han ido. Es el ciclo natural de la vida, lo sé, pero ¿cómo le digo a mi corazón que comprenda las ausencias de mis niños? Cada uno ya tiene su propia familia, y eso me hace muy feliz.
Voy a descansar. Mañana es domingo.
Al despertar, lo primero que pienso es que voy a quedarme a revisar otra vez las cintas de grabación que conseguí. Pude ubicar cuatro camionetas que son claras, sospecho que blancas. En una va una familia, por eso la descarto. En otra conduce una señora, también la descarto. De las dos que quedan hay una que no tiene placas. Tengo el presentimiento que mi hija iba ahí.
Cuento con una pared llena de suposiciones, de posibles culpables, de teorías, de huecos que no termino de llenar.
Con la decepción molestándome, me asomo a la ventana de la sala. De pronto, me quedo boquiabierta con lo que veo. Parpadeo porque creo que alucino, ¡pero no, sí es real! Se trata del mismísimo Leonardo Medina. Lo reconozco a pesar de mi mala visión y la poca iluminación de afuera. Su silueta es inconfundible. Está parado y quieto del otro lado de la calle. Bajó de su coche, pero no se cruza. ¡Ahí lo sé! Sin siquiera escucharlo, ¡lo sé! Por fin ha sucedido. La noticia llega a mí, esa por la que rogué tanto tiempo.
De inmediato voy a la puerta y la abro. El aire que me recibe es diferente, al menos así lo siento. Todo parece más negro. Las aves no cantan, los carros no aceleran, las personas no pisan el asfalto. Solo quedamos Leonardo y yo. Mi viejo amigo que no tenía que convertirse en eso, pero pasó porque el destino nos llevó a conocernos.