Índice de Calor

Capítulo 3

London

Entré en mi habitación de adolescente haciendo rodar la valija detrás de mí, la única cosa con la que me fui de aquí hace cinco años y con la que hoy estoy volviendo a casa.

Todo lucía exactamente igual como la última vez que dormí aquí en unas vacaciones de Navidad hace dos años. La última vez que vine de visita, luego siempre encontré la forma de que mis padres me visitaran o no, siempre era mejor que no supieran en las condiciones en las que vivía.

Me tiré en la pequeña cama mirando hacia el techo; el póster de Justin Bieber tamaño real pegado allí me hizo reír por primera vez en los últimos tres días.

Su sonrisa y su corte de cabello de adolescente me hizo añorar esos años, recordándome a mí misma cantando sus canciones frente al espejo con el cepillo para el cabello como micrófono improvisado.

—Lo siento, Justin, pero ya no eres mi tipo, ahora soy más “team Tom Odell”. —Solté una carcajada con los brazos rodeándome el estómago por mi propia risa, tanto me reí que la nariz me picó y comencé a llorar.

Me hice una bola en la cama y me dejé llevar por lágrimas silenciosas de una vida perfecta que fue hace apenas unos años.

—Hija. —Mi padre se recostó detrás de mí, abrazándome como si aún fuera esa niña—. Todo va a estar mejor, sé positiva.

—No puedo ser positiva cuando perdí tres trabajos en el último año. —Miré como el sol entraba a raudales por la ventana. Era el verano más caluroso en Toronto—. Tengo veintitrés años, no puedo vivir toda la vida con mis padres por mis inseguridades.

—London, no es saludable que hables de esa manera de ti misma. —Me zafé de su abrazo sentándome en la cama para enfrentarlo indignada. Él apoyó el antebrazo manteniéndose recostado—. ¿Qué?, no me mires con esa cara porque sabes que tengo razón. Te estás excusando en tu condición para no tener que enfrentarte al problema. ¿No puedes ser cajera porque no te va bien con los números?, bueno busca otra profesión. Ser estilista no necesita que sepas de cálculos, por ejemplo.

Me reí negando con la cabeza.

—No tienes ni idea, ¿verdad? —Lo amé por su intento de hacerme sentir mejor—. Por supuesto que necesitas hacer cálculos, para teñir el cabello por ejemplo.

Mi padre se rio junto conmigo.

—He visto competencias de personas que les falta una extremidad, o personas con algún síndrome, lograr sus metas. —Me acarició la mejilla cuando se sentó en la cama—. Parece que estás buscando excusas para no encontrar dentro de ti lo que realmente quieres para tu vida.

—¿No sé qué hacer, papá? —Levanté las manos en un gesto de fastidio.

—Hagamos de cuenta que aún estás en la preparatoria y tienes que ir a la universidad por primera vez. Piensa en qué te gustaría ser, visualízate en un futuro como una mujer adulta en un lugar específico de trabajo. —Me hizo una seña con la mano para que lo intentase.

Me arrodillé en la cama, apoyé la cola sobre los pies y las manos sobre los muslos y al final cerré los ojos.

Busqué en mi mente imágenes de un futuro, pero nada, solo veía los rostros de mis ex jefes despidiéndome porque había fallado, con sus rostros ofuscados y decepcionados por darme oportunidades que desperdicié.

—Nada, papá, no puedo visualizar nada. —Él me sonrió con empatía.

—Sin embargo, hace cinco años con Ryan se comían el mundo. —Toda la sonrisa y el entusiasmo por hacer un ejercicio para contentar a mi padre se esfumó.

—Ryan me ayudó mucho los primeros años de universidad, pero luego decidió volver a casa y terminar aquí su máster en psicología. —Me defendí, aunque no tenía que hacerlo.

—No seguiste estudiando una carrera profesional, London, solo te quedaste con lo que alcanzaste. —Enarqué una ceja por el cambio de tema—. Podrías haber seguido con lo que fuere que te hiciera sentir bien y obtener un título profesional como Ryan.

—Ryan no tiene dislexia papá, su cerebro es como el de Einstein. —Exageré, no tanto, porque él si era muy inteligente y siempre me ayudaba a estudiar.

—Ahí está otra vez, la comparación. —Separó las manos y luego las chocó entre sí—. Hay personas que nacen ciegas y no se quejan toda la vida, hacen algo, London. Viven, disfrutan, aman.

Suspiré para calmarme no quería discutir con mi padre el primer día en casa, si no la convivencia sería un infierno.

—No es fácil, nunca lo fue, papá. —Lo miré con dureza—. No es solo mis inseguridades. Es la mirada del otro. Los resoplidos molestos de los profesores que no toleraban que demore más tiempo de lo normal en leer un párrafo o responder un simple cálculo matemático. Las burlas de tus compañeros. La impaciencia de tu pareja cuando tenía que esperarme cada vez que tenía que atar los lazos de mis zapatillas.

Mi padre apretó la mandíbula, él no podía protegerme del mundo exterior, y aunque siempre me dio las herramientas para sobrellevar el juicio ajeno, no siempre es fácil.

—Recuerda lo que te conté sobre aquel experimento del agua contaminada que vi en la televisión. —Negué. No lo recordaba—. Un científico sacó una botella de agua del lago más contaminado de su país, dividió esa botella en dos. A una que contenía la mitad la dejo a un lado, escondida en un rincón oscuro, mientras a la otra mitad la puso al sol, en la mesada de su cocina y cada día le habló. Le dijo que era sana, que estaba potable para beber, que era una fuente de vida, que era cristalina y pura. ¿Y sabes qué sucedió? —Volví a negar sin responder—. Esa botella que fue tratada con amor, sanó, London. Fue pura. Fue potable. Se volvió cristalina.




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