Louise
Toda historia tiene un inicio, y la mía comenzó a mis dieciséis años. Era una noche de primavera, y me encontraba en una fiesta de bienvenida organizada por mi padre. No me gustaba estar rodeada de desconocidos que solo sabían hablar de negocios, pero mi deber de hija me obligaba a permanecer allí. Cansada de ese ambiente al que no lograba acostumbrarme, salí de la mansión Lemington y me dirigí al jardín, apreciando la belleza de la noche.
—¿Lana? —llamó una voz masculina.
—Te has equivocado de persona. Soy... —me di la vuelta y quedé sin palabras al ver al hombre que me había confundido con otra. Su cabello tenía matices dorados, sus ojos eran de un negro profundo, y su piel, clara y tersa, enmarcaba facciones perfectas.
—¿Eres una invitada? —Asentí, hipnotizada por la aura que emanaba de él—. ¿De qué familia eres?
—No pertenezco a ninguna familia de alta alcurnia —respondí, lo que le hizo fruncir el ceño.
—Entonces —se cruzó de brazos—, ¿qué haces aquí?
—Bu-bueno… —Aclaré mi garganta, avergonzada de hacer el ridículo frente a un hombre tan apuesto—. Soy la hija de la mano derecha de la familia Lemington, Louise.
—Así que eres la hija de Arnold.
Fruncí el ceño, confundida.
—¿Conoce a mi padre? —soltó una risa suave y burlona ante mi pregunta ingenua.
—Es mi mano derecha. —Mis ojos se abrieron de par en par al comprender quién era él.
—¿Eres... Wilhelm Lemington?
—El mismo, Louise Palmer —respondió con una sonrisa ladeada que secó mi garganta y alteró todo mi ser.
Dicen que enamorarse es como volar hacia el sol, y eso fue exactamente lo que sentí al verlo por primera vez. Supe que estaba perdida: una mirada bastaba para iluminar mi mundo; una sonrisa suya era todo lo que necesitaba para ser feliz. Él era inalcanzable, un sol distante que, incluso desde lejos, lograba calentar cada rincón de mi ser.
Al principio, vivir en su luz parecía suficiente. Me conformaba con verlo de lejos, con el brillo de cada fugaz encuentro. Pero pronto, ese calor que tanto ansiaba empezó a quemarme. Entre más me acercaba, más intenso se volvía el dolor, y cuanto más lo admiraba, más consciente era de lo lejos que él estaba de mí. Había volado demasiado alto, olvidando que acercarse a un sol inalcanzable tiene un precio: no puedes hacerlo sin destruirte en el intento.
—¿Existirá un día en el que tengamos una conversación en la que no salga a relucir el nombre de ese bastardo de Wilhelm? —preguntó mi mejor amiga con una mueca de disgusto.
—Mmm… No lo sé —hice un puchero—. Cali, eres la única persona con quien puedo hablar de mi amor. No me regañes.
—Qué desgracia ser la única —chasqueó la lengua—. ¿Qué has sabido de él últimamente? —preguntó mientras comía una cucharada de helado.
—Mi padre me contó que últimamente se la pasa bebiendo, incluso ha ido a trabajar ebrio. Me preocupa mucho su condición actual —Suspiré con pesar; todo lo que ocurría con Wilhelm me afectaba. Si él era feliz, yo lo era; si estaba triste, yo también lo estaba—. Me duele saber que no se siente bien y no poder hacer nada por él.
—No sé si eres demasiado buena o demasiado tonta —refunfuñó.
—¿Por qué eres así?
—¡Porque me da coraje! A pesar de ser la hija de su mano derecha, ese idiota apenas sabe que existes, mientras que tú conoces hasta la talla de sus zapatos.
—Es que…
—Es que nada. No trates de justificar lo injustificable. No vale la pena amar a un hombre que ni estando frente a él te mira. No mereces un amor unilateral; mereces ser amada de la manera más hermosa, como Dios manda.
—Pero…
—No hay peros, Louise. El amor unilateral es como un robo a mano armada. Te roban tu tiempo, tu energía y tus mejores emociones —agaché la cabeza—. No permitas que nadie te haga sentir así. ¡Levanta la cabeza y busca a alguien que te valore como mereces!
—Tienes razón… —levanté la cabeza—. Es momento de renunciar a ese amor que solo me ha traído angustia.
—¡Aleluya! ¡Dios al fin ha escuchado mi súplica! —exclamó Caliope con gran emoción, que fingí compartir.
Sus palabras cargadas de razón me entraron por un oído y salieron por el otro. No sabía cómo mi amiga, siendo estudiante de derecho, había creído mis palabras vacías. Solo había dicho lo que ella quería oír, pero mi corazón detestaba pensar en ello.
Desde esa tarde nunca volví a mencionar a Wilhelm frente a mi mejor amiga, aunque moría por contarle todo lo que estaba pasando. Así pasó el tiempo hasta el día de mi graduación como periodista. Mi padre organizó una fiesta con las personas más cercanas a él, y, como era de esperarse, Wilhelm fue invitado. Para sorpresa de todos, él asistió.
—¡Ay, Dios! Qué manera de arruinar mi agradable noche —soltó Caliope con una risa.
—No te amargues sin razón —le advertí.
—¿Tú interviniste para que tu papá lo invitara? —negué rápidamente, y ella colocó una mano en su cintura—. Sé sincera conmigo, Louise Palmer.