Indómito

capítulo 1

CAPÍTULO 1

 

Raúl Orellana era un hombre solitario que vivía en un paraje solitario en una época donde la soledad era una maldición para el cuerpo pero una bendición para el espíritu.  Llegando a los 40, la elección de su residencia se había visto forzada por un altercado no resuelto con la policía.  Un hecho oscuro que no lo enorgullecía, pero del que no se arrepentía tampoco.

Hacía dos años de eso y ya se había acostumbrado a la oscuridad total de la noche, al sonido de los insectos  y al calor agobiante en verano y el frío inclemente en invierno.  A lo que nunca se iba a acostumbrar era al maldito viento.  Soplaba sin cesar, día y noche, entre los árboles, inventando canciones enloquecedoras.  Raúl Orellana era un hombre resuelto y aguerrido, capaz de sobrevivir por su cuenta y arreglárselas solo en medio de la pampa.  Tenía un gallinero que lo proveía de huevos y alguna gallina para puchero de vez en cuando.  Y una huerta con hortalizas y legumbres.  Dos vacas lecheras y un buen aljibe.  Una vez al mes, tomaba su caballo, único lujo que le quedaba de su vida anterior, y se dirigía al pueblo más cercano, a unos 10 kilómetros de distancia, a comprar provisiones.  Velas, aceite, sal, azúcar, café, botas, vaqueros y alguna bebida espirituosa para mitigar la soledad por las noches.  Su única compañía era Moreira, un perro de gran porte, muy guardián y fiel compañero.

Fuera de eso, su casa carecía de todo lo que pudiera considerarse superfluo.  Una mesa, una silla, los enseres necesarios para mantener cierta higiene en el lugar y algunos utensilios para  cocinar.  Esta tarea la realizaba en un fogón que servía de cocina y de calefacción al mismo tiempo.  El mobiliario se completaba con un camastro amplio en un rincón de la única habitación que conformaba la casa, cubierto con varios quillangos y telas rústicas hechas en telares ancestrales, con lana de oveja teñida en colores neutros, usando tintes naturales.

El baño estaba afuera, como era costumbre en esas casas de campo.  Al principio, acostumbrado a las comodidades de la ciudad le resultaba penoso pero luego se acostumbró y nadie pensaría que ese hombre curtido por los elementos hubiera vivido jamás en otro lado.

Raúl Orellana a veces era feliz.  Porque la felicidad para él pasaba por no tener en su cabeza el peso de soportar a la gente.  No le gustaba la gente. La gente no era de fiar.  Moreira sí.  Y el viento, que nunca faltaba.  Lo hacía feliz su libertad y no deber explicaciones.  A veces, se sentaba bajo el alero y se miraba las manos mientras mateaba.  Esas manos que alguna vez habían sido cuidadas como instrumentos de precisión y que habían sido sus herramientas de trabajo, ahora estaban ajadas y llenas de cortes y cicatrices.  Manos fuertes para su vida nueva y que ya serían inútiles e incapaces si tuviera que volver a su vida anterior.

Raúl Orellana también tenía una guitarra, la única mujer que se permitía tocar.  Cantaba dos o tres canciones, las únicas que se acordaba, con un tono destemplado y lastimero que no le importaba, ya que nadie estaba cerca para escucharlo.

Cuando iba al pueblo, una vez por mes, Orellana era mirado de reojo por los lugareños que lo seguían considerando el forastero, seguramente por la falta de interacción, ya que él cabalgaba por la calle principal sin mirar a nadie, entraba al almacén de ramos generales donde intercambiaba con Don Luis, el dueño, las palabras estrictamente necesarias para realizar la compra y cargando sus vituallas en las alforja de su caballo, se retiraba hasta el siguiente mes, tan silenciosamente como había llegado.

Pero de pronto, algo diferente había sucedido.

Cuando estaba saliendo del pueblo, cuando sólo quedaban los últimos edificios para estar nuevamente en la nada, una voz meliflua e inolvidable llegó hasta sus oídos y sintió que su Amelia lo estaba llamando.  Pálido y desencajado detuvo el caballo y miró hacia todos lados.  ¿De dónde salía esa voz?  Cantaba con una dulzura que hería.  La voz salía de la escuela.  No pudo evitarlo.  Bajó del gran animal y tirando de él tras de sí, caminó hacia el edificio que tenía la ancha puerta que daba sobre la calle cerrada, pero varias ventanas se abrían en su lateral.    Al mirar hacia adentro vio un fantasma.  Su Amelia cantaba mientras ordenaba una pila de libros.  Una joven muy joven, no tendría más de veinte años, vestida con una profusión de tela verde manzana, un corpiño ceñido, a la moda de la época, con mangas abullonadas, breves y un escote que muy ambiguamente resaltaba con recato los innegables senos, una enagua blanca que aparecía por debajo, un zapatito de cuero que se asomaba.  La joven debe haber sentido el movimiento afuera, porque sobresaltada miró hacia la ventana y pegó un grito de terror.  Así que Raúl Orellana subió presto a su caballo y se marchó tan rápido como pudo.  Llegó a su cabaña afiebrado, enloquecido.  No era su Amelia.  Ahora lo comprendía, pero se le parecía mucho y su voz era como él la recordaba.  Trató de dormir, pero el recuerdo de esa mujercita de voz sensual y cuerpo deseable, de esa réplica de su mujer perdida hacía tiempo no lo abandonó en toda la noche, así que se limitó a dormitar envuelto en los pliegues de su vestido verde que arrastraba la blanca enagua en el suelo de madera y matizar estos breves momentos de sueño con arranques febriles que lo despertaban, transpirado y acalorado para sumirlo nuevamente en el sopor.  Al día siguiente sentía como si no hubiera dormido en semanas.  Despertó moralmente derrotado, traicionado por su propio cuerpo que le pedía a gritos que no pasaran treinta días antes de la nueva visita al pueblo.  Miró de reojo la chimenea, apagada y decidió que la mejor forma de exorcizar la visión que lo atormentaba era cansarse lo suficiente como para poder volver a dormir.  Necesitaba trabajar duro.  Salió con su hacha y cortó tanta leña que podría haber alcanzado para dos inviernos.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.