Inédito

Capítulo 2

La puerta se cierra detrás de ella.
Y el silencio regresa.

Por fin.

O al menos eso debería sentir.
Tranquilidad. Orden. Esa calma artificial que mantiene en pie a toda esta empresa.
Pero no.

El sonido de sus pasos todavía está en el pasillo.
Y algo en mí se rehúsa a volver a la rutina.

Apoyo las manos sobre la mesa, junto a los papeles que no leí por completo.
La gente siempre asume que disfruto hablar.
No sé por qué.
Tal vez porque dirijo una revista, o porque cuando hablo, mi tono suena firme. Pero la verdad es que la mayoría de las veces solo escucho esperando que el otro deje de hacerlo.

Esta mañana, por ejemplo.
La reunión con el equipo de marketing terminó veinte minutos tarde, el informe mensual es una lista interminable de errores previsibles, y tengo que recibir a una nueva pasante que probablemente durará dos semanas antes de renunciar o publicar en redes que soy “imposible de tratar”.
Ya lo he visto antes.
Demasiadas veces.

Cuando la puerta se abrió, no esperé nada diferente.
Solo otra estudiante nerviosa, con un currículum prometedor y una seguridad que se desmorona al primer silencio.
Y, en parte, sí lo era.
Pero también… no.

Audrey Morrison.
El apellido me sonó de inmediato. Había leído su ensayo de prueba anoche. Demasiado emocional.
No lo escribí con desprecio; fue una observación técnica.
El texto no tenía estructura, pero tenía algo que los demás no: una voz.
Desordenada, sincera, casi infantil en algunos párrafos, pero viva.
Y en este negocio, la vida es rara.

La primera impresión fue exactamente lo que esperaba: torpe, tensa, un poco desbordada.
Y sin embargo, había algo en la manera en que miraba todo —como si quisiera absorberlo antes de que se le escapara— que me hizo observarla un segundo más de lo que debía.
No por atracción.
Por curiosidad.
Hacía mucho que no veía a alguien mirar así: como si quisiera pertenecer, pero no supiera cómo.

—Audrey Morrison.
—Sí, señor.

“Señor.”
Detesto esa palabra.
Me recuerda a los años en los que los mismos que me llaman así decían que mi revista fracasaría antes de cumplir un año.

Le pedí que no lo hiciera.
Y cuando me llamó “Zade”, su voz sonó como si el nombre le quemara la lengua.
Curioso.

Tiene una expresión honesta. Demasiado.
El tipo de honestidad que incomoda porque no sabe fingir interés ni indiferencia.
Esa gente suele durar poco aquí. NOVA no está hecha para los sensibles.

Cuando le dije que sus textos parecían cartas, me respondió sin miedo.
“No escribo lo que la gente piensa, escribo lo que siente.”
Esa frase se me quedó grabada más de lo que admití.
Quizá porque yo hace años que no escribo lo que siento.

Después de eso, la despedí rápido.
No porque quisiera hacerlo, sino porque no me gustó cómo me hizo sentir.
Esa pequeña incomodidad.
Esa sensación de que alguien que no debería importarme podría empezar a hacerlo si me quedaba un minuto más.

Le dije:
—No arruines el primer borrador.

Y, aun así, la contraté.

No suelo hacerlo.
No suelo arriesgarme.
Pero había algo en su carta de presentación, entre líneas, una forma de escribir que no encajaba en nada y, precisamente por eso, me hizo detenerme.

La mayoría intenta impresionar.
Ella parecía solo querer ser escuchada.

Vuelvo a mirar la carpeta. Sus textos son torpes, pero tienen una voz. Una voz que tiembla, pero no se calla.
Y eso, aunque me irrite, me resulta… interesante.

Camino hacia la ventana.
El reflejo del vidrio devuelve mi imagen: camisa arremangada, expresión cansada, ojos que ya no parecen los de alguien de treinta, sino los de alguien que lleva más tiempo peleando con el mundo del que debería.

No tengo idea de por qué la recibí personalmente.
Podría haberlo hecho Recursos Humanos, o cualquier otro editor.
Pero algo en mí quiso verla. Confirmar si su inseguridad era tan visible como su forma de escribir.

Y sí.
Lo era.
De una forma tan honesta que desarma.

La vi entrar con esa mezcla de miedo y curiosidad que no recordaba desde mis primeros años aquí.
La gente como yo se acostumbra al control.
A leer a los demás antes de hablar.
A no dejar que nadie se acerque demasiado.

Ella no parece saber cómo ocultarse.
Ni siquiera intenta hacerlo.

Respiro hondo.
Definitivamente, no es buena idea.
No necesito distracciones. No necesito alguien que me recuerde que, debajo de todo esto, todavía hay partes que sienten.

Enciendo el teléfono.
Doce mensajes sin responder, tres llamadas perdidas, una reunión en quince minutos.
Perfecto. Todo sigue igual.

Pero, por algún motivo, mientras repaso la agenda, una frase de ella se cuela entre mis pensamientos.

"Quizá porque me gusta escribir lo que la gente siente, no solo lo que piensa.”

Cierro los ojos.
Siento una sonrisa que intento contener.
Demasiado emocional. Demasiado ella.

Y, sin embargo, algo me dice que esa emoción —esa que llevo años intentando enterrar— podría ser justo lo que esta revista, y tal vez yo, hemos estado evitando demasiado tiempo.

Apago el teléfono.
Debería olvidarla.
Solo es una pasante más.
Otra historia que no pienso empezar.

O eso intento creer.




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