El apartamento huele a café viejo y a algo que olvidé limpiar.
Tiro la mochila al sofá y dejo que el silencio me trague.
Ni música. Ni ruido. Ni voz.
Solo el zumbido del refrigerador y mis pensamientos haciendo fila para destruirme uno por uno.
“Fue un desastre.”
“Parecías una niña.”
“Seguro piensa que no sirves para esto.”
Las frases no suenan como pensamientos.
Suenan como verdades.
Verdades dichas con la calma cruel de alguien que ya me conoce demasiado bien.
Camino sin encender las luces. El reflejo de la ciudad parpadea desde la ventana, y en el vidrio oscuro me veo como una sombra.
El cabello desordenado, el maquillaje corrido, los hombros vencidos.
Y esa expresión que no sé cuándo empecé a tener: la de alguien que finge que todo está bien porque ya no sabe cómo pedir ayuda.
No estoy triste del todo, pero tampoco feliz.
Estoy cansada.
Cansada de fingir que tengo talento.
Cansada de pensar que el esfuerzo algún día será suficiente.
Cansada de sentirme demasiado pequeña para los lugares donde quiero pertenecer.
Me dejo caer en el sofá y cierro los ojos.
Recuerdo su mirada: Zade Morgan, el hombre que no levanta la voz, pero igual logra callar a todos.
Tan sereno, tan exacto, tan opuesto a mí.
Y me pregunto cómo sería vivir con esa paz.
No sentir tanto. No pensar tanto. No ser un caos con nombre y apellido.
No lloro.
Ya no me sale.
Solo siento el nudo invisible en el pecho que respira conmigo.
Y, por un instante, deseo desaparecer.
No morir. No dramáticamente.
Solo desaparecer un rato. Apagarme.
Dejar de ser tan consciente de todo lo que soy y de todo lo que no soy.
El reloj marca las 10:41 p.m.
Decido dormir temprano, aunque sé que no voy a dormir.
Miro el techo y repito en mi cabeza lo que él dijo:
> “Eso puede ser un defecto o tu mejor virtud.”
Y pienso que tal vez yo soy eso:
un defecto intentando parecer virtud.
—★‹🌺›★—
Tres días después, el café del pasillo ya no me parece tan malo.
Empiezo a reconocer rostros, a recordar nombres.
Marianne, la editora de cultura, siempre usa perfume de vainilla y sarcasmo.
Nick, el diseñador, vive al borde del colapso y dice que trabaja mejor “bajo presión”, aunque todos sabemos que eso significa “a último minuto”.
Y yo… bueno, yo sigo intentando no parecer un error de contratación.
Hasta que lo soy.
Era martes.
Llevaba tres tazas de café, cero horas de sueño y un artículo sencillo entre manos: una nota sobre un evento de fotografía que debía salir en la web antes del mediodía.
Solo tenía que corregir un par de comas, ajustar el título y dejarlo listo para que el editor lo revisara.
Fácil.
Demasiado fácil, aparentemente.
Presioné “publicar”.
Y no me di cuenta del error hasta veinte minutos después.
La fecha.
La maldita fecha.
Había anunciado un evento que ya había pasado la semana anterior.
Una exposición que ya estaba desmontada mientras NOVA la presentaba como “imperdible”.
Intenté borrarlo rápido, pero internet no perdona.
El correo de la redacción empezó a llenarse.
Primero un lector corrigiendo amablemente.
Luego diez.
Luego cincuenta.
Marianne apareció en mi escritorio como una tormenta.
Su voz atravesó el piso entero:
—¿Quién publicó la nota de fotografía? ¿QUIÉN?
Yo intenté levantar la mano, pero las palabras se me quedaron atoradas.
El aire se hizo pesado.
Nick bajó la mirada.
El tipo de marketing murmuró algo sobre reputación.
Y yo solo escuchaba mi respiración acelerada, el pitido constante de mi culpa.
—Fui yo —logré decir, apenas audible.
Todos se giraron.
Y por un momento sentí lo mismo que en el colegio, cuando alguien se equivoca y la profesora pide al culpable que pase al frente.
La vergüenza se me subió a la garganta.
Marianne me miró con los brazos cruzados.
—¿Tú publicaste sin revisión previa?
Asentí.
—Increíble. Tres días y ya estás publicando errores —dijo, con esa voz dulce que solo usan las personas que disfrutan humillar con elegancia.
Y entonces él entró.
Zade Morgan.
No hacía falta que dijeran su nombre; la atmósfera lo hizo por él.
El silencio fue inmediato, casi reverencial.
Su presencia es un tipo de autoridad que no necesita ruido.
Camisa blanca, mangas dobladas, mirada calculada.
Se detuvo frente a la pantalla, revisó el artículo, leyó el título, y finalmente me miró.
Esa mirada otra vez.
Como si estuviera leyendo los márgenes de mi alma.
—¿Fuiste tú? —preguntó.
Tragué saliva.
—Sí.
Esperé el golpe.
El regaño.
La frase que confirmara lo que ya pensaba de mí.
Pero no llegó.
Zade suspiró, largo, como si cargara con el peso de demasiadas cosas más importantes que mi error.
Dejó el teléfono sobre la mesa y dijo, simplemente:
—Todos publicamos algo que no debimos en algún momento. La diferencia es si lo borras o si lo corriges.
Lo miré, sin entender.
Marianne abrió la boca para replicar, pero él la detuvo con un gesto.
—Revisen la nota. Corrijan la fecha. No hagan de un error una tragedia.
Y se fue.
Así, sin más.
El silencio volvió, pero esta vez fue distinto.
No pesado.
Solo… raro.
Me quedé quieta, con el corazón acelerado y las manos heladas.
No por miedo.
Por alivio.
Por esa extraña sensación de haber sido vista fallando, y que nadie me haya señalado como si eso me definiera.
Esa noche, en el bus de regreso, vi mi reflejo en la ventana.
Y por primera vez en mucho tiempo, no quise desaparecer.
Solo mejorar un poco.
Solo demostrar que, tal vez, ese defecto del que hablo tanto…
puede aprender a escribir algo que valga la pena.