Hay noches en las que me miro al espejo y no me reconozco.
No porque haya cambiado demasiado, sino porque sigo igual.
Mismo cabello, misma expresión, misma sensación de estar a medio hacer.
El reflejo me devuelve una versión mía que parece cansada incluso cuando sonríe.
Intento decirme algo bonito —un cumplido, una mentira, lo que sea—, pero la voz no sale.
Solo pienso en todo lo que no soy todavía.
Hay una taza con café frío en la mesa, un montón de apuntes sin revisar y una lista de cosas que debería estar haciendo.
A veces creo que mi vida es eso: un montón de “deberías” que nunca se cumplen.
Me cuesta entender cómo los demás parecen tenerlo tan claro.
A qué lugar pertenecen, qué quieren, quiénes son.
Yo… yo solo sé que algo dentro de mí no encaja, y que fingir que sí lo hace me agota más que cualquier otra cosa.
Tal vez por eso me aferro tanto a los pequeños momentos: el sonido de la lluvia, el olor del papel nuevo, el silencio justo antes de dormir.
Esas cosas que no piden nada, que no esperan que seas nadie.
Miro el reloj.
La madrugada siempre llega más rápido de lo que espero.
Y ahí estoy otra vez, prometiéndome que mañana voy a empezar de nuevo.
Que esta vez sí.
Que esta vez no me voy a perder en el intento.
Apago la luz.
El mundo se vuelve un borrador.
Y yo, solo una nota al pie esperando convertirse en algo inédito.