La oficina está en silencio.
El reloj marca las once y media y el edificio entero parece haberse apagado, menos yo.
Podría irme a casa, pero no quiero.
Allí el silencio suena distinto.
Más personal.
Más difícil de ignorar.
Reviso el mismo correo tres veces.
Corrijo una palabra que no necesita corrección.
Me invento tareas para justificar quedarme un poco más.
Afuera, la ciudad respira en luces.
Desde esta altura parece ordenada, casi perfecta.
Me gusta eso: la sensación de control, de que todo está en su lugar, incluso cuando yo no lo estoy.
Dicen que tengo éxito.
Que soy joven para dirigir una revista de este tamaño.
Que debería sentirme orgulloso.
Supongo que lo estoy.
O al menos lo actúo bien.
A veces pienso que en algún punto confundí la ambición con la necesidad de no sentir.
Trabajar, planificar, cerrar acuerdos… son formas sofisticadas de no pensar en lo que falta.
En lo que no vuelve.
Apoyo las manos en el escritorio y cierro los ojos.
La mente no calla, pero el cuerpo está cansado.
Y cuando el cansancio se vuelve costumbre, dejas de notarlo.
Solo sigues.
Solo haces lo que sabes hacer: avanzar.
El reflejo del vidrio me devuelve una imagen que no sé si me pertenece.
Traje negro, expresión neutra, un hombre que parece tenerlo todo.
Y aun así, siento que algo me falta… algo que ya no sé nombrar.
Apago la pantalla.
Recojo mis cosas.
Antes de salir, miro la redacción vacía, las luces frías, las sillas alineadas.
Todo en orden.
Todo en calma.
Todo perfectamente vacío.