Inédito

Capítulo 4

El murmullo del pasillo todavía resuena cuando cierro la puerta de mi oficina.
Dejo el teléfono sobre el escritorio, aflojo el nudo de la corbata y exhalo despacio.

Otra crisis menor.
Otro error que no debería importarme.
Pero sí lo hizo.

No por el error en sí —una fecha mal publicada no es suficiente para derrumbar una revista—, sino por lo que vi en su cara cuando todos la miraron.
Audrey Morrison.

La pasante que no sabe dónde poner las manos cuando se siente observada.
La que habla demasiado rápido cuando intenta defenderse.
La que, por alguna razón, logra que el resto de la sala se sienta más ruidosa de lo que es.

Camino hacia la ventana.
Desde aquí, la ciudad parece ordenada, pequeña.
Todo lo contrario a lo que llevo dentro.

Recuerdo el instante exacto:
Marianne gritando, los diseñadores murmurando, el aire cargado de tensión barata.
Y ella, con los ojos abiertos de par en par, intentando sostener la culpa sola.

Podría haberla dejado caer.
Sería lo lógico, lo correcto, lo que siempre hago.
Pero no lo hice.

Y no sé por qué.

Apoyo una mano en el vidrio frío.
Tal vez porque me vi reflejado en ella más de lo que esperaba.
Esa desesperación por hacer las cosas bien.
Ese temblor disimulado de quien sabe que, por más que lo intente, siempre habrá alguien esperando que falle.

Yo también fui así.
Antes de que aprender a no mostrarlo.
Antes de que entender que la vulnerabilidad, en este mundo, se cobra caro.

Marianne golpeó la puerta hace unos minutos.
Quería hablar del “incidente”.
Dijo que debería ser más estricto con los nuevos.
Que la disciplina mantiene la reputación.

Le respondí que la reputación también se construye con humanidad.
Y se fue sin entender.

No me molesta.
Ya me acostumbré a que nadie entienda.

Abro el correo.
Cien mensajes nuevos.
Entre ellos, uno de ella.

Asunto: “Lo siento.”
Cuerpo del mensaje:

> “Corregí la nota y actualicé los enlaces. No volverá a pasar.”

Nada más.
Sin excusas.
Sin dramatismos.

Simple.
Honesto.

Vuelvo a leerlo, sin razón aparente.
Y, contra toda lógica, sonrío apenas.
Una sonrisa tan leve que ni siquiera llega a sentirse.

Cierro el correo y me obligo a seguir con lo mío.
Pero hay algo en la manera en que escribió ese “no volverá a pasar” que me deja inquieto.
Como si no hablara solo del trabajo.

Paso los dedos por el borde de la taza de café.
El reflejo del monitor ilumina el escritorio.
Intento concentrarme en el próximo número, en los artículos pendientes, en lo que debería estar pensando.

Pero la imagen de ella, con esa mezcla de miedo y determinación en los ojos, se cuela entre las cifras, las letras, los plazos.
Y por primera vez en mucho tiempo, me descubro prestándole atención a algo que no debería importar.

O a alguien.

Apago la pantalla.
El silencio vuelve.
Y por unos segundos, no parece suficiente.




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