Ha pasado una semana.
Una semana sin errores, sin gritos, sin sentir que el suelo se abre debajo de mí.
Y, aun así, sigo cansada.
No el cansancio físico —ese se quita con café y una ducha rápida—, sino el otro.
El que se instala detrás de los ojos, el que hace que todo pese más de lo que debería.
Llego al trabajo a las ocho en punto.
Saludo, sonrío, fingo normalidad.
Marianne apenas levanta la vista del monitor y dice “buenos días” como si no hubiera gritado mi nombre frente a todos hace una semana.
Nick me ofrece un donut viejo que no acepto, y en el fondo del pasillo escucho la risa de alguien que suena más viva que yo.
En mi escritorio hay tres cosas que siempre están igual:
una taza vacía, un cuaderno lleno de frases a medio escribir y un post-it con una lista que dice “hacer algo bien”.
Lo escribí el segundo día que llegué aquí.
Nunca lo taché.
Me sumerjo en las correcciones de artículos, reviso títulos, cambio comas, borro adjetivos innecesarios.
Mi trabajo es, básicamente, hacer que otros suenen mejor.
A veces pienso que eso resume mi vida: pulir las palabras ajenas mientras las mías se oxidan.
A media mañana lo veo pasar por el pasillo.
Zade Morgan.
Ni siquiera me mira.
Habla con alguien de publicidad, sostiene una carpeta en una mano y un café en la otra.
Su forma de moverse tiene algo… contenido.
Como si cada paso estuviera medido, como si ni siquiera el aire lo rozara sin permiso.
Lo observo solo un segundo antes de volver a la pantalla.
No porque no quiera mirarlo más, sino porque no quiero que nadie note que lo hago.
Los días con él cerca se sienten raros.
No porque hable mucho conmigo —no lo hace—, sino porque su silencio pesa distinto.
Cuando está en la oficina, todos parecen más atentos, más correctos, como si su presencia fuera una línea invisible que nadie quiere cruzar.
Yo solo intento no equivocarme otra vez.
A la hora del almuerzo, bajo al café del edificio.
El mismo de siempre: café tibio, sillas incómodas, conversaciones repetidas.
Marianne habla por teléfono, Nick se queja del sistema, y yo solo revuelvo mi taza hasta que el azúcar se disuelve.
A veces me pregunto si los demás también se sienten así:
cansados de fingir que todo importa.
O si soy la única que sonríe por costumbre.
Pienso en lo que Zade dijo aquella vez:
> “La diferencia es si lo borras o si lo corriges.”
Y me pregunto si eso aplica también a las personas.
Si uno puede corregirse.
O si, simplemente, se borra un poco más cada día.
Por la tarde, cuando todos se van, me quedo unos minutos más.
No por responsabilidad.
Por miedo a llegar a casa y tener que escucharme pensar.
La oficina vacía tiene algo de refugio.
Las luces bajas, el sonido lejano del tráfico, el clic del teclado que se apaga poco a poco.
Guardo mis cosas, cierro sesión, y justo antes de salir, escucho pasos en el pasillo.
Él.
Otra vez.
Zade camina con el abrigo en una mano, revisando algo en su teléfono.
Levanta la vista, me ve.
Asiente.
Solo eso.
Ni una palabra, ni una sonrisa.
Pero algo en ese gesto, tan simple, me sostiene lo suficiente como para no derrumbarme ese día.
Camino hacia el ascensor con el corazón latiendo más rápido de lo que debería.
Y por un momento —solo uno— pienso que tal vez no estoy tan rota como creo.
—★‹🌺›★—
La ciudad está encendida, pero yo no.
Desde el bus, las luces de los edificios parecen pestañas que no dejan de parpadear; todas las ventanas iluminadas cuentan una historia que no es la mía.
Y por alguna razón, eso me duele.
Llego al apartamento sin pensar demasiado.
El aire dentro es denso, tibio, estático.
Huelo el mismo aroma de café viejo, la misma toalla húmeda sobre la silla, los mismos platos que prometí lavar hace dos días.
Nada cambia.
Ni el desorden, ni el cansancio, ni yo.
Dejo el bolso caer al suelo y me quedo de pie frente a la ventana.
La ciudad brilla, sí. Pero se siente lejana.
Como si estuviera viendo una vida que no me pertenece.
No ha sido una mala semana.
No cometí errores, nadie me gritó, Zade Morgan incluso me asintió una vez en el pasillo.
Todo debería estar bien.
Pero no lo está.
Hay algo en mí que no se apaga ni se enciende.
Solo parpadea, débilmente.
Como una bombilla vieja que intenta seguir encendida, aunque ya no le queden fuerzas.
Camino por el apartamento con los zapatos puestos, sin energía para quitármelos.
Cada paso suena hueco.
Miro las paredes, las fotos que alguna vez pegué con ilusión, los libros abiertos sobre la mesa.
Todo parece hablar, menos yo.
Me dejo caer en el sofá.
Las lágrimas no salen.
Ni siquiera eso.
Solo esa presión detrás de los ojos, esa sensación de que algo pesa más de lo que debería.
> “No debería sentirme así.” “No tengo razones.” “Debería agradecer.”
Me lo repito, una y otra vez.
Y, sin embargo, el vacío sigue ahí.
Inmóvil, paciente, mirándome de vuelta.
Cierro los ojos.
Me escucho pensar cosas que no quiero pensar.
Frases que suenan como susurros en otra voz, una que no me pertenece:
> “Si desaparecieras un rato, nadie lo notaría.”
“No eres importante, solo reemplazable.”
“Tu vida no cambiaría nada.”
No son gritos, son susurros.
Y eso es lo que más asusta.
Porque los susurros no duelen, se quedan.
Respiro profundo.
Intento recordarme que esto es temporal, que mañana volveré a la oficina, que aún hay café por preparar y textos que corregir.
Pero una parte de mí —la más cansada— quiere quedarse así, callada, suspendida entre el todo y la nada.
Miro el reloj.
Las 11:02 p.m.
El silencio se siente más fuerte que cualquier ruido.
Apago las luces.
No porque tenga sueño, sino porque no quiero ver.