Inédito

Capítulo 6

Hay días en los que la oficina parece un reloj gigante.
Todo avanza, todo suena, todo se mueve.
Y yo solo observo cómo giran las manecillas.

Llego temprano, antes que todos.
Siempre.
No por disciplina, sino porque el silencio de las mañanas me deja pensar con claridad.
Reviso correos, firmo contratos, corrijo titulares.
El ruido del teclado es mi forma de callar el resto.

A las ocho y cuarto, el piso ya está lleno.
Risas, tazas, pasos rápidos, el zumbido de las impresoras.
El día empieza a tener vida propia.
Y entre todo ese movimiento, la veo.

Audrey Morrison.
Pelo recogido a medias, auriculares enredados, papeles en las manos.
No dice mucho.
Sonríe cuando debe, asiente cuando la corrigen.
Pero sus ojos…
Sus ojos parecen no estar del todo ahí.

No sé cuándo empecé a notarlo.
Tal vez fue hace unos días, cuando la vi en el pasillo con esa expresión vacía, como si estuviera haciendo un esfuerzo invisible por mantenerse en pie.
Desde entonces, no he podido dejar de mirar.
Solo mirar.
No por interés, ni curiosidad.
Por algo que no sé nombrar.

—¿Café, jefe? —pregunta Lila, la secretaria, apoyándose en la puerta de mi oficina.
Lleva el mismo perfume de siempre, el mismo escote calculado.
Sé lo que intenta, y también sé que no me interesa.
Le sonrío de manera educada.
—No, gracias.
—¿Seguro? —insiste, caminando unos pasos dentro.
—Segurísimo.

Lila suspira teatralmente antes de salir.
La oigo murmurar algo hacia el pasillo, probablemente sobre mi falta de “vida social”.
Tiene razón.
No tengo una.

Reviso un informe, pero mi mente no se queda quieta.
Sin querer, vuelvo a pensar en ella.
Audrey.
La pasante que publicó la nota equivocada, la que temblaba cuando se disculpó, la que parecía esperar un castigo que nunca llegó.

Desde entonces, me esfuerzo en no mirarla más de la cuenta.
No porque no quiera.
Porque no debo.

En este trabajo, las emociones son ruido.
Y yo aprendí hace mucho a vivir en silencio.

La jornada avanza.
Las reuniones se repiten como ecos: marketing, redacción, diseño.
Audrey entra en una de ellas, con una libreta y un bolígrafo que gira entre los dedos.
Se sienta al fondo, toma notas, evita las miradas.
Marianne habla sin pausa, Nick hace bromas.
Ella solo escucha.

Cuando alguien le pregunta su opinión sobre un artículo, duda.
Se le nota.
Pero entonces dice algo breve, directo, inesperadamente lúcido.
Y durante un segundo, todos callan.
Incluido yo.

Tiene razón.
Su forma de ver las cosas es… diferente.
Emocional, pero precisa.
Como si sintiera más de lo que permite decir.

Después de la reunión, paso por el área de redacción.
Finjo revisar los avances, aunque solo quiero observar sin que se note.
Ella está frente a su pantalla, mordiéndose el labio mientras relee algo.
Parece concentrada, pero sus hombros cuentan otra historia.
Están tensos, hundidos, cansados.
Como si el peso de su cuerpo le costara demasiado.

Por un momento, pienso en decirle algo.
“Buen trabajo.”
“Otra vez lograste un texto que importa.”
Pero las palabras se quedan en mi garganta, donde siempre se quedan las cosas que no sé expresar.

Lila pasa a mi lado y deja un informe sobre la mesa.
Su mano roza la mía con intención.
Yo la retiro.
Ella sonríe.
Yo no.

Vuelvo a mi oficina.
Intento concentrarme, pero el pensamiento vuelve.
Esa mirada.
La forma en que Audrey se recoge el cabello sin darse cuenta.
La tristeza muda que se le nota incluso cuando sonríe por cortesía.

No es una tristeza evidente.
Es la que se disfraza de “estoy bien”.
La que uno solo reconoce cuando ya la ha tenido.

Y yo la tuve.
Por eso la veo.

Paso el resto del día encerrado en correcciones, fingiendo que todo sigue igual.
Pero cada vez que alguien entra, miro de reojo hacia el pasillo, esperando verla pasar.
No sé por qué.
No sé qué me preocupa exactamente.
Solo sé que hay algo en su silencio que no debería ser tan fácil de ignorar.

Cuando el reloj marca las ocho, el edificio está casi vacío.
Desde mi oficina, veo las luces de la ciudad reflejadas en los ventanales.
Por un instante, me pregunto si Audrey también las está mirando.
Si siente ese mismo vacío que la ciudad deja cuando se apaga el ruido.

Apago la computadora.
Recojo mi abrigo.
Y mientras camino hacia el ascensor, una voz dentro de mí —seca, irritante, real— dice:

> “No es tu problema.”

No lo es.
Pero aun así, me la llevo en la mente.
Como una frase que no puedo corregir.
Como un error que no sé si quiero borrar.




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