Inédito

Capítulo 7

El ascensor se abre directamente al penthouse.
El sonido del motor se apaga y me recibe el silencio.
Ese tipo de silencio que tiene forma, peso y presencia.

Todo está como lo dejé.
Minimalista. Impecable. Frío.

La sala se extiende frente a mí con sus ventanales de piso a techo, la vista de la ciudad desplegándose como una maqueta luminosa.
El mármol blanco refleja la luz tenue, y la decoración —negro, gris, madera clara— parece más una exposición que un hogar.

Camino hacia la cocina.
El olor a pan recién horneado me saca una mueca, algo parecido a una sonrisa.

—Llegó el señor Morgan —dice una voz cálida, femenina, desde el fondo.

Eva aparece secándose las manos en un delantal, con el cabello recogido en un moño suelto y esa mirada maternal que me sigue tratando como si todavía tuviera dieciséis.

—Buenas noches, Eva.
—Buenas noches, mi niño —responde sin pensarlo.
Siempre lo dice. Y aunque intento no mostrarlo, me gusta escucharlo.

—Le dejé la cena en la mesa —continúa—. Pero si prefiere algo más liviano, puedo hacerle sopa.
—Esto está bien —digo, quitándome el abrigo—. ¿Francis ya se fue?
—Está en el garaje, revisando el auto. Dice que no le gusta cómo suena al encender.
Asiento. Francis y su eterna obsesión con los ruidos imaginarios del motor.

Eva me observa mientras dejo el portafolio sobre la encimera.
—¿Día difícil?
—Como siempre.
—Ajá —dice, cruzándose de brazos—. Pero hoy tiene otra cara.
—¿Otra cara?
—Esa de “estoy bien” cuando no lo está. La conozco hace años, Zade.

No contesto.
Solo saco un plato, tomo un poco de la cena y me siento frente al ventanal.
La ciudad se derrama frente a mí: luces, tráfico, vidas ajenas.
Todo lo que se mueve allá afuera me parece tan perfectamente ajeno que me da vértigo.

Eva sirve una copa de vino sin preguntarme.
Lo hace siempre que nota que no quiero hablar.
Y sin decir más, se marcha.

Después de cenar, dejo el plato en el lavaplatos y cruzo la sala.
Paso junto a los estantes llenos de libros que casi nunca leo, los cuadros sin color, las plantas que Eva insiste en mantener vivas.
Todo en este lugar parece respirar por mí.

Afuera, la noche se siente espesa.
Me quito la chaqueta, aflojo la corbata, y me dejo caer en el sofá.
El silencio vuelve a ocuparlo todo.

Pienso en el trabajo.
En los pendientes de mañana.
En los artículos que debo revisar.
Y, por supuesto, en ella.

Audrey Morrison.

La imagen aparece sin permiso.
Su expresión distraída, la forma en que aprieta los labios cuando algo la incomoda, esos ojos que se pierden como si buscaran algo que no está ahí.
Intento alejar el pensamiento, pero no puedo.

Hay algo en ella que me recuerda a mí.
A esa versión de mí que Francis y Eva conocieron antes de que el mundo se volviera ruido.

Escucho el ascensor abrirse de nuevo.
Es Francis, con su paso lento y firme.
—Buenas noches, señor Morgan —dice, asomando la cabeza.
—Buenas noches, Francis. ¿El auto?
—Ya está bien. Solo necesitaba cariño —responde con una sonrisa discreta—. Como usted, a veces.
—No empiece —le digo, pero su risa baja resuena por todo el salón.

Francis ha trabajado para mi familia desde antes de que yo naciera.
Fue quien me enseñó a conducir, quien me recogía del colegio cuando mis padres no tenían tiempo.
Su presencia, como la de Eva, es lo más parecido a un hogar que tengo.

—Eva me dijo que no comió mucho —añade.
—Ella siempre dice eso.
—Porque es verdad.
—Estoy bien.
—Claro, claro. El señor está bien. —Hace una pausa—. Y sin embargo, tiene esa mirada.
—¿Qué mirada?
—La misma de su padre cuando se quedaba en la oficina más horas de las necesarias.

No contesto.
Francis asiente, sabiendo que ha dicho suficiente.
—Descanse, muchacho.
—Buenas noches, Francis.

Cuando se va, la puerta vuelve a cerrarse con suavidad.
Me quedo solo otra vez.

—★‹🥀›★—

Camino hacia el ventanal y apoyo la frente contra el vidrio frío.
La ciudad parece un océano de luces que no se apagan nunca.
Y yo, un náufrago en el centro de todo.

Miro mi reflejo.
Camisa abierta, rostro cansado, ojeras que Eva finge no notar.
Pienso en la frase que ella dijo antes de irse: “Tiene otra cara.”
Sí. Tal vez la tengo.

Me paso una mano por el cuello, respiro hondo.
Intento no pensar en ella.
En la pasante de voz temblorosa que no sabe cuánto la observo.
Pero cada intento fracasa.

Porque Audrey Morrison tiene algo que me recuerda que sigo vivo.
Y eso, justamente eso, es lo que me asusta.




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