Zade
Las luces de la ciudad parpadean bajo mis pies como un tablero de ajedrez interminable.
Desde el ventanal del penthouse, puedo ver casi todo: los rascacielos alineados, las autopistas iluminadas, la lluvia cayendo sobre techos ajenos.
Y aun así, lo único que no logro ver con claridad es lo que pasa dentro de mí.
El reloj marca las once y cuarto.
Mi escritorio es un caos de papeles, contratos y tazas de café vacías.
Trabajo.
Trabajo porque no sé hacer otra cosa.
Trabajo porque mientras reviso cifras y documentos, no tengo que pensar.
O al menos, eso intento.
Cada vez que mi mente se relaja, su rostro se filtra entre las líneas del texto.
Audrey Morrison.
Su nombre aparece en mis pensamientos como una palabra maldita que no sé borrar.
No debería.
No debo.
No puedo.
La regla es simple: no te involucres.
Ni con los empleados, ni con los socios, ni con nadie que dependa de ti.
Los sentimientos nublan el juicio, y el juicio es lo único que me mantiene cuerdo.
Pero últimamente…
La veo incluso cuando cierro los ojos.
Esa forma suya de mirar el suelo cuando habla, como si temiera ocupar demasiado espacio.
Esa calma tensa en su voz cuando finge estar bien.
Esa tristeza contenida que intenta esconder bajo toneladas de profesionalismo.
Y lo peor es que no sé por qué me importa.
He trabajado con decenas de personas antes.
He visto cansancio, frustración, incluso admiración.
Pero en ella hay algo distinto.
Algo que me desconcierta.
Francis me observa desde la puerta del estudio.
—Señor, ¿desea que le prepare algo antes de irme?
—No, gracias, Francis. Puede retirarse.
—Eva dejó sopa en la cocina. Le hará bien comer.
—Lo haré luego —miento.
Él asiente, con esa paciencia de quien me conoce desde que apenas alcanzaba la mesa de mi padre.
—Buenas noches, señor Zade.
—Buenas noches.
Cuando se va, el silencio se instala otra vez.
Y con él, el peso familiar de mi propia mente.
Recuerdo la primera vez que la noté realmente.
Fue un martes cualquiera, durante una reunión sobre el nuevo proyecto editorial.
Ella estaba al fondo, tomando notas, sin levantar la vista ni una sola vez.
Pero algo en su quietud llamó mi atención.
No era indiferencia; era contención.
Como si se estuviera sujetando para no romperse.
Y ahora, cada vez que pasa por mi oficina, siento esa misma vibración.
Una mezcla de curiosidad y alarma.
Como si mirarla un segundo más pudiera cambiar algo que llevo años intentando mantener intacto.
No es deseo.
O no solo eso.
Es la necesidad absurda de entender por qué alguien puede mirar el mundo con tanto cansancio y aún seguir viniendo cada día.
Me paso una mano por el cabello.
El reloj marca medianoche.
Sigo sin avanzar nada.
Y, por primera vez en mucho tiempo, no me molesta tanto.
Porque al menos, mientras pienso en ella, me siento un poco menos vacío.
—★‹🌊›★—
Audrey
La lluvia golpea las ventanas del apartamento como si intentara entrar.
He apagado las luces, pero no tengo sueño.
No lo tengo nunca últimamente.
El cansancio es físico, sí, pero el otro… el otro es más difícil de explicar.
Es esa sensación de estar viva y no sentirlo.
De respirar, pero no saber para qué.
Miro el techo y pienso en la oficina.
En Zade.
Desde hace días, noto algo distinto en él.
No me mira, pero… lo hace.
Como si cada vez que paso cerca, algo se tensara en el aire.
Como si supiera más de mí de lo que debería.
Y eso me asusta.
Porque no quiero que nadie vea lo que hay debajo.
Paso demasiado tiempo fingiendo que todo está bien, que puedo con el trabajo, con las horas extras, con los silencios.
Pero a veces siento que me estoy desmoronando de adentro hacia afuera, lentamente, sin que nadie lo note.
Excepto él.
No sé si es mi imaginación.
Quizá solo me mira porque soy un desastre.
Porque trabajo más despacio, porque mis ojos se apagan.
Quizá es pura observación profesional, nada más.
Pero en esos segundos en que nuestras miradas se cruzan, hay algo.
Una especie de reconocimiento.
Como si los dos lleváramos el mismo peso, solo que en distintos cuerpos.
Y, sin embargo, sé que no tiene sentido.
Zade Morgan no se fijaría en alguien como yo.
Él pertenece a ese tipo de personas que parecen hechas de acero y distancia.
De control y precisión.
De cosas que yo no tengo.
Yo soy todo lo contrario: caos, sensibilidad, miedo.
Una mezcla que no encaja con nadie, mucho menos con él.
A veces pienso que si me desapareciera, nadie lo notaría.
Y, aun así, cuando él me habla, aunque sea solo para corregirme, hay algo en su voz que me devuelve por un momento al mundo real.
Como si fuera un recordatorio de que existo.
Apoyo la cabeza en la almohada y cierro los ojos.
No quiero sentir esto.
No quiero volver a sentir nada.
Ya aprendí lo que pasa cuando te permites hacerlo.
Pero por más que intento convencerme, su imagen vuelve una y otra vez.
Su voz.
Sus ojos.
Su forma de mirar el suelo cuando piensa, igual que yo.
Quizá lo que me asusta no es que él me mire…
Sino que, por primera vez en mucho tiempo, yo quiero que lo haga.